Melancolía y posesión demoniaca en Los elixires del diablo de E.T.A. Hoffmann

elixir

Según la información que hoy llega nuestras manos, E.T.A. Hoffmann formó parte del grupo literario Los Hermanos de San Serapión en donde confluyeron personalidades como el escritor Adelbert von Chamiso, el actor Ludwig Devrient, K. W. S. Contessa y el matrimonio Hitzig, en quienes se basaría para su famoso relato El cascanueces y el Rey de los ratones. Entre los asistentes a las tertulias se encontraba David Ferdinand Koreff médico homeópata, interesado en el magnetismo y el hipnotismo para la curación de enfermedades psicológicas. Fue tratante del filósofo August Wilhelm Schelegel, del literato Ludwig Tiek y del poeta romántico Jean Paul Richter. Tras su graduación emigró a París en 1822 donde fue médico de cabecera de Balzac, Delacroix, Hugo, Heine y Stendahl, entre otros y fue, tras la muerte de Hoffmann, el mayor impulsor de su traducción al francés, que estuvo a manos de Gerard de Nerval; este último tomaría el nombre del personaje Aurelia de la idílica y fatídica enamorada del monje Merdardo de Los elixires del diablo para su obra homónima.

La importancia de Koreff en la formación literaria de Hoffmann no fue menor, ya que para la época en que este realizaba sus primeros esbozos de Los elixires, este se convirtió en una de sus fuentes más cercanas para su investigación acerca de la locura. Se sabe que el novelista y director “leyó literatura especializada de la época, información que utilizó para elaborar personajes que experimentan esquizofrenias, alucinaciones, episodios maniacos, etc. De este modo, el tópico del doble, que no era ajeno al Romanticismo, adquiere un estatuto ambiguo entre el alter ego y el proceso de escisión”[1]. Esta amistad a Koreff no solo le valió la confidencia de uno de los autores más importantes de su siglo, sino también la transformación en personaje en el cuento “La casa despierta” bajo el nombre de Doctor K “famoso por su tratamiento y curación de la locura y por su profundo conocimiento del principio psíquico”[2].

Ahora bien, para los primeros estudiosos de la psicología del XIX no les era ajeno la vinculación de estas manías con la melancolía, que para las décadas iníciales tomaría el subtítulo de “el mal del siglo”. Koreff y otros especialistas se imbuyeron de las teorías existentes para la curación de esta enfermedad que aquejaba sobre todo a los hombres de letras, sumiéndolos en un desanimo y la angustia que fueron estudiadas y llevadas al plano de la ficción por sus mismos pacientes. Para el autor de Los elixires este fenómeno tampoco era extraño y fue parte de sus investigaciones en la elaboración de su obra la cual sitúa en el siglo XVIII, en un monasterio capuchino de la ciudad prusiana de Bamberg, la cual visitó en febrero de 1812.

Estos datos no son menores a la hora de entender que la estructuración de la novela goza de los conocimientos que estaban extendidos en los periodos anteriores a la Ilustración, herederos de la Inquisición y a su vez de varios conceptos neoplatónicos preponderantes en el Renacimiento acerca de la melancolía, la que explícitamente era vinculada con la intromisión en el genio de un espíritu maligno. Como veremos el que Hoffmann haya precisado este periodo, determinadas concepciones, ciertos efectos que sufre su protagonista, están invariablemente ligados a postulados preracionalistas puestos en posición dialéctica con sus apuntes en este campo netamente moderno y que Sigmund Freud sintetizaría inevitablemente influenciado por las obras de este.

El presente ensayo intenta demostrar que hay una línea real entre las acciones del monje Medardo de la novela Los elixires y los conocimientos que Hoffmann pudo haber aprehendido de su época y las anteriores respecto a una entendida manía que mezcla la posesión demoniaca con la melancolía.

II

La generación de Hoffmann estaba entre la espada y la pared, entablando una propuesta que desconfiaba crecientemente del pensamiento ilustrado, sumiéndose en áreas oscuras, del todo irracionalistas, pero desde un punto de vista que creaba una trágica dicotomía. La locura, por tanto, fue una de las temáticas más abordadas. Para el novelista esta fue caldo de cultivo para sus emprendimiento estéticos, ahondado en esos espacios vacíos que la fe en la civilización dejaba de lado.

Por lo tanto, no es gratuito que Hoffmann utilizara por protagonista a un monje católico del siglo XVIII. Se sabe además que este basó en un género bastante conocido como era  Schauerroman, que “se trata, en lo esencial, de un derivado de la novela gótica inglesa, que combinaba elementos sobrenaturales con motivos históricos y religiosos, sobre todo del catolicismo”[3]. El monje de Lewis (1796) citado en Los elixires ejerció un potente modelo para la literatura gótica y romántica de origen protestante que veían en los monasterios y la vida ascética una vía para internarse en los ámbitos de lo demoniaco y una subjetividad poseída por tales ideas del mal, asimismo una confrontación con lo que “llamamos comúnmente sueño e imaginación” y ese conocimiento en donde rivalizan “el poder oscuro que impera sobre nosotros”, como adelanta el autor en su prólogo.

Giorgio Agamben en su libro Estancias parte con un grupo de reflexiones que nos son del todo atingentes para enmarcar el mundo de ideas predominantes en la historia de Medardo, en donde la melancolía era intitulada como un demonio meridiano que tenía por víctimas privilegiadas a los homines religiosi:

“Apenas este demonio empieza a obsesionar la mente de algún desventurado, le insinúa en su interior un horror del lugar en que se encuentra, un fastidio de la propia celda y un asco de los hermanos que viven con él, que le parecen ahora negligente y groseros […] Se hunde en elogios deshilvanados de monasterios ausentes y lejanos y evoca lugares donde podría ser sano y feliz; describe cenobios dulces de hermanos y flagrantes de conversaciones espirituales […] Al final se convence de que no podrá estar bien mientras no haya abandonado su celda y de que, si se quedara en ella, encontraría allí la muerte[4].

 Esto es justamente lo que ocurre en la mente de nuestro monje. Si vemos el recorrido que traza desde que es elegido para dar un sermón en el monasterio del Tilo, el impacto que sus palabras producen en los fieles y el engrandecimiento de su ego, esto lo llevará prontamente a generar una odiosidad patente ante sus iguales y una profunda incomodidad con el mundo cerrado al que voluntariamente se sume. Esta sensación crece a partir de que prueba el famoso elixir que, según la leyenda, había sido ofrecido por El Maligno a San Antonio. Desde ese momento su progresivo rencor ante Cyrillus y Leonardus y a cualquiera de los otros miembros de la congregación se torna en una necesidad vital de escape y de crear una vida externa a la del claustro. Comienza a tener delirios de grandeza y tras encontrarse con Aurelia su determinación se exacerba. Pero volvamos un momento a otra cita de Agamben sobre esta mixtura entre acidia, melancolía y posesión que viene más al caso:

 “Pero es en la evocación del cortejo infernal de las filiae acediae donde la mentalidad alegorizante de los padres de la Iglesia ha plasmado magistralmente la alucinada constelación psicológica de la acidia. Esta genera ante todo malitia, el ambiguo e irrefrenable odio-amor por el bien en cuanto tal, y rancor, el revolverse de la conciencia malvada contra aquellos que exhortan al bien; pusillanimitas, el “ánimo pequeño” y el escrúpulo que se retrae espantado frente a la dificultad y al empeño de la existencia espiritual; desesperatio, la oscura y presuntuosa certeza de estar ya condenados por anticipado y el hundirse complacientemente en la propia ruina, como si nada, ni siquiera la gracia divina, pudiera salvarnos; torpor, el obtuso y somnoliento estupor que paraliza cualquier gesto que pudiera curarnos; y finalmente evagatio mentis, la fuga del ánimo ante sí mismo y el inquieto discurrir de fantasía en fantasía que se manifiesta en la verbositas, la monserga vanamente proliferante sobre sí mismo, en la curiositas, la insaciable sed de ver que se dispersa en posibilidades siempre nuevas, en la instabilitas loci vel propositi y en la importunitas mentis, la petulante incapacidad de fijar en un orden y un ritmo el propio pensamiento[5].

 Tanto la malitia, como el rancor y la pusillanimitas las hemos ejemplificado en el párrafo anterior a la cita. Ahora bien la desesperatio es algo que poco a poco va a avanzar sobre Medardo y que hace su aparición luego de la inusitada confesión de Aurelia (“¡Tú, tú, Medardus, eres la persona a quien amo intensamente”); a partir de ahí se produce en la mente del protagonista un sincronismo entre ella y Santa Rosalía, lo cual lo lleva a “un funesto delirio”, soltando “quejumbrosos, horrendos gritos de desesperación”. El monje “quería salir al mundo y no descansar hasta encontrarla, pagar por ella con la salvación de mi alma”. Esa búsqueda termina por condenarlo, a sentir que es parte de una destino trágico, no busca la sanidad, sino que se somete a la evagatio mentis, a la transformación mediante la fantasía y la verbositas de su ser, crea a sus dobles, se transfiere una biografía que no es suya, primero en Viktorin, luego en el noble Leonard Krcszinski y sus constantes bifurcaciones de su personalidad. La curiosidad por ese mundo que le es ajeno y de ser otro lo termina conduciendo a la incapacidad de fijar su verdadera identidad, siendo perseguido por figuras que crea su imaginación desbocada, una voz interna, un “fantasmal doble solo hacía de las suyas en mi fantasía”[6].

Es considerable el hecho de que estas mismas etapas estudiadas por Agamben sean las que se expresan en la mutación de Medardus. Da indicios de que Hoffmann estuvo al tanto de este entendimiento de la melancolía y de cómo aquejaba a los hombres dedicados a la contemplación religiosa. Fuera de esto, debemos también ver la manera en que se vincula este avance de la bilis negra con la posesión satánica.

III

            Durante los siglos XVII y XVIII los cambios en el pensamiento occidental no solo tuvieron efecto en la imagen y concepciones que se tenían de la relación entre el hombre y el Diablo. En su La historia del diablo Muchembled nos narra la forma en que Europa tendió a dejar las innumerables cazas de brujas y la inmiscusión material del demonio a una que más bien se entroncaba con la subjetividad: “limitado a círculos estrechos, el escepticismo filosófico relacionado con esta emergencia de un espíritu científico comienza a difundir, hacia 1660-1670, la idea según la cual el demonio no es más que un símbolo del Mal presente en el ser humano”[7]. Así varios autores de la época que trataban el tema de la demonología llevaron a esta de las fornicaciones de espíritus a un ámbito cada vez más racionalista como es el caso de Saint André en sus Cartas en las que “no negó en absoluto la intervención del demonio en este mundo, pero la consideró limitada a la conciencia humana, pero bajo la forma de tentaciones que conducía esencialmente a la obsesión y a la posesión”[8].

            La relación entre la melancolía y la posesión demoniaca se afianza mayormente hacia la última etapa de la Edad Media, “así el antiguo problema de si la melancolía podía ser causada por demones perversos se enriqueció con una abundancia cada vez mayor de distinciones sutiles”[9]. La herencia de las diversas aflicciones hacia el siglo XVII, asentada mediante preconcepciones de la medicina neoplatónica, no era vista como una patología única y “en su campo semántico se incluían, junto con la locura, la posesión demoníaca, el anuncio de hechos futuros, el vicio de la acidia y algunos fenómenos relacionados con el misticismo”, de esta manera para varios expertos de la filosofía natural y teólogos “el Demonio podía utilizar los humores para lograr sus fines perversos, pues solía aprovecharse de la oscuridad que reinaba en las mentes invadidas por la bilis negra”[10].

            En la novela de Hoffmann se puede observar este alojamiento del ente maligno en dos momentos que funcionan a la manera de reflejos. El primero es cuando, tras la llegada de un desconocido noble al Tilo, y ya siendo acorralado por un sentimiento melancólico, se destapa la botella con el elixir que resulta ser un vino de increíble aroma que termina por poseer el ánimo de Medardo y lo sume en un sino dramático. Espejeando esta situación la aparición de Hermogen se muestra como la de un joven delirante y sumido en “una taciturna melancolía, que a los médicos les parecía incurable”[11]. Estas dos escenas y sus consecuentes finales muestran a dos personajes que partiendo de las dolencias de la bilis negra son visitados y conmovidos por “voces externas” y ciertas verdades y acciones conducidas por la sin razón, como bien los explica Euphemia en su diálogo secreto con Medardus:

 “Es un hecho que los delirantes, como si tuvieran una relación más cercana con el espíritu y de alguna manera fueran más fácilmente excitados, aunque de modo inconsciente, por principios ajenos, a menudo atisban lo oculto y lo expresan con extrañas reminiscencias de suerte que frecuentemente la aterradora voz de un segundo yo nos sobrecoge con ominoso terror”[12].

 En esta cita podemos ver interiorizados los procedimientos que ligan la melancolía, la locura, la posesión y la aparición del doble; aunque es cierto que en toda la novela Hoffmann nunca recurre el término “posesión demoniaca”, esta se vuelve tácita y la expresa de manera que las problemáticas internas del personaje luchen constantemente en estos términos hacia un entendimiento de una psiquis alterada entre las ideas conocidas de la religión y la teología con las que el autor muestra como patologías. En cierta forma el procedimiento es develar la crisis de estos viejos conceptos con lo que para su época quedaba a manos de la ciencia más que del exorcismo.

            Sin embargo y como último ejemplo, entre esas populares categorizaciones medievales de los demone en el melancólico existe una antigua derivación que los estudiosos llamaron “lobo”. Esta puede ser rastreada en el tratado del filósofo español Velarde y Jurado llamado Aprobación de ingenios y curación de hipocondriacos de 1667 en el cual puntualiza: “Geronimo Mercurial, Médico insigne, en su libro 10. Cap. 16 cuenta de uno que tenía enfermedad demoniaca, que se juzgaba que era lobo, que es un género de Melancholia, que se llama lupina y salen al campo, y aúllan como lobos los que la padecen”[13]. Estos efectos podemos verlos claramente cuando Medardus, tras fracasar su matrimonio con Aurelia corre despavorido hacia un bosque, “solo el pensamiento de huir como un animal hostigado estaba firme en mi alma […] ¡Así reía y aullaba el horrible fantasma mientras yo, fortalecido, por el espanto salvaje, daba grandes saltos hacia arriba, como un tigre estrangulado por una serpiente”[14]. Perseguido por la voz de su doble, el monje hace rabiosos y salvajes esfuerzos por liberarse, tanto de los pecados que en él pesan como de un camino invisible que lo determina al crimen y el vagabundaje en los territorios oscuros del desasosiego.

IV

            Como hemos podido divisar en este breve ensayo las fuentes de E.T.A. Hoffmann para el armazón de su protagonista tienen una estricta relación con conocimientos de larga data acerca de la melancolía y la posesión demoniaca. Estos, puestos dialécticamente, con el psicologismo en el que se entrenó y del que su amigo Koreff era un conocido adepto, dan por resultado una imagen crítica y asimismo cargada de curiosidad hacia el mundo católico del claustro, regido bajo una ideología preilustrada en donde la figura diabólica más que ser física, es situada como un conflicto de la razón, que se disgrega y termina por desrealizar la experiencia.

            Las andanzas del monje Medardus dan esa imponente sensación de cómo lo desconocido, fuente del inconsciente, puede terminar en la fatalidad. La ambivalencia y las innumerables lecturas que posee la novela tienen ese carácter que cualquier verdad puede desdibujarse, anularse a sí misma, siendo el elixir un vino cualquiera y el destino del personaje una leyenda que se arrastra desde una cepa satánica instaurada materialmente en la raza humana, una metáfora moderna de la caída y una explicación sobre los orígenes del mal. Esta dicotomía es la riqueza máxima de Hoffmann y sus variaciones sobre los tormentos.

            En la actualidad es reconocida aquella influencia vital que tuvo la novela El diablo enamorado del escritor francés Jacques Cazzote, considerado el primer relato fantástico de la literatura francófona y en donde un “Diablo altivo o diablejo, en lo sucesivo deberá obedecer más que ordenar. Sus astucias se reúnen ‘en una alegoría donde los principios están en conflicto con las pasiones del alma’”[15]. Una de las primeras narraciones en donde lo demoniaco es puesto como un conflicto subjetivo en un ánimo melancólico. Y un último dato al respecto: hacia 1830 se república en su idioma original con una introducción de Gerard de Nerval, al mismo tiempo que Koreff impulsaba la traducción de Hoffmann en 20 volúmenes. Mera coincidencia o tal vez una revalorización de los delirios que producen ciertos elixires.


[1] Hoffmann, E.T.A Los elixires del diablo, Losada, Buenos Aires, 2009. Pág. 14.

[2] Hoffmann, E.T.A Los hermanos san Serapión, Tomo I, Editorial Anaya, Madrid, 1988. Pág. 13.

[3] Op. Cit. Los elixires del diablo. Pág. 13.

[4] Agamben, Giorgio Estancias, Pre-Textos, Barcelona, 1995. Págs. 25 -26.

[5] Ibídem. Págs. 27-28

[6] Op. Cit. Los elixires del diablo. Pág. 281.

[7] Muchembled, Robert Historia del diablo, FCE, Buenos Aires, 2000. Pág. 192.

[8] Ibídem. Pág. 208.

[9] Klibansky, Raymond Panofsky, Erwin Saxl, Frtiz Saturno y la melancolía, Alianza Editorial, Madrid, 1991. Pág. 110.

[10] Rubial García, Antonio Profetizas y solitarios, FCE, México DF, 2006. Pág. 226

[11] Op. Cit. Los elixires del diablo. Pág. 93.

[12] Ibídem. Pág. 107.

[13] Tomas Murillo y Velarde Jurado. Aprobación de ingenios y curación de hipocondriacos. Madrid, 1667. Pág. 93.

[14] Op. Cit. Los elixires del diablo. Págs. 312-312.

[15] Op. Cit. Historia del diablo. Pág. 223.

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  1. This looks like a good read.

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