Desaparición de Arturo Herrera

Panel 62, obra de Arturo Herrera

«Desaparición de Arturo Herrera» es uno de los 5 cuentos que forman parte de «Evitar la vida y otros cuentos», proyecto que ya esta en proceso de edición. Los invito a conocer a este personaje porteño de la mano del periodista Ernesto Sepulveda.
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Diego Alfaro Palma – Desaparicion de Arturo Herrera [PDF]
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Desaparición de Arturo Herrera

“Un historiador al borde de los abismos”, lo llamó el filósofo Andrés Pizarro, epíteto de noble justicia tanto con su trabajo como con su lugar de residencia. La obra de Arturo Herrera sigue siendo debidamente desconocida. Este hecho es ya un mérito impecable de nuestra cultura, basada más en el olvido o en la distracción que en los actos responsables. Y es aquí que, a años de conocerle en persona, quisiera rendirle el merecido homenaje, agradeciendo el espacio que la revista Horizon Carré me ha brindado, quizás como un intento de alargar una mano a un lector desprevenido. Pero antes de cerrar este párrafo introductorio, me permito una aseveración no exenta de polémica: sin la existencia de Herrera la historia del arte pendería de un hilo dental.

Tela sobre tela es el título de un valioso trabajo inacabado, fuente del fracaso total de Arturo Herrera, y herencia, al mismo tiempo, de un triunfo imperceptible. Según sus diarios, esta obra comenzó hacia 1924, cuando tenía la edad de 10 inviernos. Su fin, no es otro que el de su muerte, el 7 de octubre de 1984. En una entrevista personal me confidenciaba: “Desde pequeño supe que debía recolectar y archivar todo lo que sobre arte se publicara en los periódicos, revistas y enciclopedias”. Así, metódicamente, Herrera llegó a agrupar el número de 346 carpetas de recortes, de las cuales solo 120 han llegado intactas hasta nuestros días. Progresivamente este hombre logró crear la enciclopedia más grande del mundo o, mejor dicho, la primera galería portátil de la historia. Su colección de tijeras, por lo demás, era igualmente desmedida, todas colgadas en clavos sostenidos en la pared de su despacho. Y no puedo dejar de mencionar estos aspectos característicos de su ser, pues, como se observará en el transcurso de este retrato, la vida de este hombre es inseparable de su apuesta artística.

Herrera se levantaba a eso de las 7:00 a.m. cada día, tomaba un desayuno liviano, vestía un impecable traje azul marino y tomaba la micro que pasaba frente a su casa a las 08:35 a.m. Notario de profesión, era admirado por su voluntarismo y buen trato. En sus horas libres, en su oficina de la Calle Blanco, daba rienda suelta a su selección periodística y enciclopédica. Al volver del trabajo, cargaba consigo una gastada maleta, posiblemente heredada, en donde guardaba su carpeta de recortes. Cada uno de estos iba luego a depositarse sobre una hoja blanca o de roneo –según la situación política y económica del país- pegada con gran destreza, archivada y enumerada gracias a un sistema bibliotecológico que estaba estrictamente relacionado a un sistema de fichas anotadas de su puño y letra. En el cajón A-23 las imágenes del arte renacentista se correlacionaban sistemáticamente con el acta A-23 del estante de la entrada, a mano derecha. Su hogar lentamente fue convirtiéndose en un enorme servidor de información artística. No es lejano ni menos descabellado decir que Herrera logró conquistar las mismas alturas de sus demás contemporáneos, tan adeptos a la palabra laberinto. Cada una de sus gavetas conducía a otras, a la manera de vínculos casi inmateriales. El interesado sólo debía dejarse guiar por las claves y sendas que el autor dibujaba.

Este entramado no fue sino el paso necesario para el armazón de Tela sobre tela, un proyecto que sin duda es transversal a la hora de hablar de él. Una tarde de 1976, en el Café Riquet, Herrera, siempre muy silencioso, escribió en una servilleta lo siguiente: “Mi gran obra comenzó hace 30 años, sin mecenas. Yo pago la cuenta”. Dos años luego de ese encuentro pude acceder a aquel misterio. La vieja casona de la Avenida Alemania se había tornado irreal. Ya no era una casona, es decir, no cumplía esa función, sino que, ocupando cada espacio de ella, Herrera había instalado paneles de madera forrados en telas de color negro. Sobre ellas se encontraban entre 12 a 14 distintas imágenes de la historia del arte universal. Recuerdo con gran cariño la B-66 cuyo título –escrito a máquina y pegado con alfileres en la parte superior- rezaba “Tratamiento del café en occidente”. El autor no se refería al color, sino al lugar físico y de encuentro más famoso de nuestros tiempos. Sobre el negro, se encontraba un recorte de “El almuerzo” de Francois Boucher, “El café” de Federico Zandomeneghi (uno de sus favoritos), “En el café” de Edouard Manet, “Mujeres en un café” de Edgard Degas, entre varios otros, incluyendo, obviamente, “Terraza del café de la Place du Forum en Arles por la noche” y “El café nocturno de la Place Lamartine en Arles” ambos de Vincent Van Gogh. Entre estos pegados habían tres bolsas colgadas con café granulado en su interior, dos menú aparentemente robados, cuatro cucharas en distintas posiciones y, junto al panel, una silla y una pequeña mesa, sobre la cual una taza con su respectivo plato hacían juego con una tetera. Esa fue la primera vez que pisé el lugar.

Cada panel, finalmente, se convertía en una experiencia más allá del arte, inexplicable para mi primera incursión. Así, junto a reproducciones de “La ruralidad en la pintura chilena”, había dispuesto una fuente repleta de agua, un paño mitad adentro mitad afuera de ésta y un caballo de madera cubierto con un poncho. Igualmente en el apartado de la escultura griega, donde varios bustos de yeso decoraban la instalación. De la misma manera, utilizó un solo fondo blanco para la temática de la “La influencia del arte chino en la pintura occidental”, algo que él mismo solía llamar su “nota a pie de página” en la cual, a su alrededor, posó un buda de porcelana y un macetero con un bambú. Todo esto estaba hecho con una pobreza y sinceridad inigualables y quizás allí residía su poderío y atracción. Y no fue hasta principios de los años ’70 en que pausadamente, cada fin de semana, Herrera abrió su galería a un público selecto, conformado en su mayoría por estudiantes, obreros y amas de casa, casi todos vecinos suyos. El mismo autor caminaba cargando sus fichas en el carro de las verduras, haciendo una clase magistral de cada uno de estos espacios. Nadie lo creía loco, sino al contrario, un gran benefactor, pero jamás un artista. Y podríamos decir que es uno de los inventores de los museos interactivos, cosa que demostró en el panel dedicado al dadaísmo, junto al cual los asistentes podían armar sus propios collages. Aún no he podido descifrar si aquel impulso de Herrera a abrir su labor intelectual al público fue producto de la movilización popular de la época o una estadía más de su proyecto. Sin embargo, no está demás decir que la exposición, caído el país en dictadura, fue visitada por miembros de la marina y el ejército, siendo requisados varios gabinetes, que nunca, nunca fueron devueltos, lo que instaura la teoría, totalmente comprobable, de que su obra constaba de un número mayor que el archivo que hoy se conoce.

Tela sobre tela llamó pronto la atención de un grupo reducido. Era poco común que Herrera concitara conversaciones en algún restaurant o café de la Plaza Aníbal Pinto, y menos aún que recibiera en su casona, apegada a un desfiladero, a extraños. En una de las páginas de su diario, en donde registraba cada uno de estos diálogos, y que me ha sido generosamente solicitado por uno de sus vecinos, Herrera relata la aparición en 1940 del poeta Jaime Rayo, con quien forjaría una corta, pero significativa amistad:

“Me debo la narración de este suceso. En septiembre pasado, un joven alto y de sonrisa suave tocó la puerta de la casa de mis padres. Decía haber llegado guiado por una luz intensa y un sueño. Estaba notablemente pálido, por lo que, pensando que se trataba de un zafado, lo hice pasar invitándolo a una taza de té. Completamente trajeado, me agradeció la invitación y entró apretando mi mano con ligereza. Una vez adentro me dijo que su nombre era Jaime Rayo, que era poeta, de Santiago, que había publicado Sombra y sujeto el año anterior y que, torpe o no, decidió tirar del cordel de la campana. Según su sueño una casa al borde del abismo contenía el germen de lo que llamó ‘su último poema’. Yo le comenté que algo parecido había leído en un texto de Schoppenhouer o de Kierkegaard, autores que extrañamente siempre he confundido. Pasamos así toda la tarde conversando. Lo invité a quedarse, a conocer al viudo de mi padre, a caminar por el jardín y observar las luces del puerto desde esa altura. En un momento hizo una pausa y recitó un verso que aún me tiene perturbado: ‘Por ahora, entregar una vida al celoso poder de los milagros que la esperan, es como se debe saldar esta sola cuenta misteriosa’. Jaime luego agregó que en su sueño aparecían cajones y dentro de ellos largos y anchos templos. Lo conduje hasta mi habitación y le mostré mis recortes; Rayo cayó en la cuenta de que su vida era brumosa como una idea. De ahí en adelante hemos conservado una excelente amistad”.

Esta confesión data del 30 de diciembre de 1941. Rayo se suicidó en 1942. En su libro Ni por mar ni por tierra el escritor Miguel Serrano describe crudamente este hecho: “Se llamaba Jaime Rayo, y también escribió un solo libro de poemas. Al igual que otros, desapareció un día voluntariamente, quitándose la vida de un pistoletazo. La bala de plomo, penetrando por su sien, esparció sus sesos por los muros”. Herrera, que también solía guardar fotos de cada uno de sus encuentros, me contó que en la Plaza Victoria un fotógrafo había congelado su figura con la de Rayo; lamentablemente parte de ese archivo fue raptado por los hombres de botas altas y seguramente fue a dar al fuego. El único registro visual del poeta desapareció así para siempre.

Décadas después una motocicleta aparcó frente a la casona. Un joven de 26 años, de cabello largo y cuerpo delgado descendió de ella como si se tratara de un corcel. Sacudió la cuerda que daba a la campana y excusó su presencia argumentando que necesitaba un “vaso con agua”. Al escuchar esto Herrera, siempre cuidadoso con el lenguaje, le instó: “Señor ¿un ‘vaso de agua’ o un ‘vaso con agua’?”. El joven sin meditar demasiado, atento, como si esa conversación la hubiera preparado en sus desvelos, le contestó: “Lo que dé su imaginación”. De ahí en adelante el muchacho se convirtió en un beato de la casa-archivo. Juan Luis Martínez, viajando desde Con-Con, una vez a la semana, volvía a repetir la escena de su primer encuentro, sin cambio alguno, ni siquiera en la entonación de la voz. La asistencia de éste se convirtió en un ritual, uno más en la vida de Herrera.

Es probable que el lector avezado en las anécdotas que rodean la producción de una gran obra, insista en que Martínez nunca dio aviso, jamás en una entrevista, menos en su poesía, de estas visitas. Considerar esto sería un error. Y es que Herrera le pidió guardar silencio, una promesa que el joven cumplió escribiendo en un pedazo de papel la palabra “silencio” que, en un movimiento sorpresivo, almacenó dentro una pequeña cajita con motivos chinos que el dueño de casa conservaba en el living. En un encuentro privado con el notario, este me señaló las razones: “Esta casa está construida para el mañana, pero ya está en el pasado y no existe. Todo esto es por el arte o por el hombre y no por una reseña en un diarucho. Martínez lo comprendió y lo fijó en uno de sus poemas. Con eso me basta”. Cabe destacar que nunca el nombre de Herrera pasó a ser parte de un artículo, que nunca fue mencionado en ningún libro de historia conocido, ni menos sus vecinos, en una ciudad tan dada al pillaje, dieron alerta de esta situación. Al terminar sus días, el artista realizó el papeleo necesario para donar la casona a su Junta de Vecinos, lugar donde todos los viernes los habitantes del sector se reúnen para discutir sobre los problemas de cañerías y del alumbrado público. Tela sobre tela y sus enormes cajones y estantes residen en las partes inutilizadas del inmueble, gastados por las filtraciones y la humedad. Pero persisten.

Quizás el único momento en que se corrió la voz fue un día de 1970 en que, en un pequeño garaje de la Avenida Alemania, le fue solicitado a Herrera una exposición sobre la importancia del arte en la sociedad, todo esto para adornar una celebración dedicada al Día del Libro. En el evento, los vecinos organizaron, llevando algunos sus versos, otros elementos comestibles, un pequeño coctel consistente en panecillos con huevo y mortadela. Entre el público se encontraba Martínez, el filósofo Andrés Pizarro, la desaparecida pintora Marta Durán y yo mismo, todos nosotros rodeados de una chiquillada y un guitarreo intenso. Dado el instante para la presentación de Herrera, el silencio se acunó como un gato casero entre las piernas de los asistentes. El título con que se abría la sesión era “Historia de un por qué, un será y un es cansado”. Las palabras del expositor fueron impecables, todas dichas con entereza, no había términos medios, todo era concreto y sencillo. Los espectadores tuvimos la oportunidad única de oír a aquel sujeto, bajo de estatura y de rasgos simples. Herrera se paseó por el arte helénico, por el barroco y el manierismo sin pretensión alguna, incluso se dio la pausa para explicar tal o cual concepto. Habló de lo estático y lo móvil en el arte y de que éste debiera de ser más una vivencia que una mera contemplación; había que habitarlo, como se habita la memoria o el lenguaje, porque él mismo generaba un espacio de pensamiento y experiencia, que sólo se podía dar al internarse en el zigzagueó de sus símbolos e intensidades, como en un zoológico, desde donde el ser humano pudiera crear una nueva forma de ver y leer la conciencia. Y todo ello era, clara, pero calladamente, un resumen de la propuesta de su fracasada obra. Terminada la sesión, los pañuelos se agitaron al viento, como si se despidiera un navío, y los aplausos cerraron esa hora inolvidable; luego se descorcharon unas garrafas y comenzó la fiesta. Marta Durán, conocida por su belleza, se arrojó sobre él marcándole un beso en la mejilla. El maestro se sonrojó y todo el público coreó un dicho popular, añorando el amor entre una joven y un viejo.

Poco a poco, mi estimado comenzó a encogerse. Hacia sus últimos años, su piel se volvió gris y sus manos se enroscaron. Ya no podía recortar, ni siquiera pasar la escoba. La casa o, mejor dicho, el libro, la enorme enciclopedia, progresivamente fue cobrando su forma final, vistiendo cada uno de sus recovecos con la intención del artista. Ya no había espacio, ni tiempo; todo aquello se había fugado por las ventanas. El aseo y su mantenimiento se debía a la ayuda de la señora Ana Castillo, la única persona que coincidió con el minuto de su muerte, la que acaeció sin demoras, leve, un martes de otoño. El barrio lo despidió silencioso, sin lágrimas ni orfeones, únicamente se oyó la llegada de un motociclista con cierto retraso. La ciudad no sintió un alborotamiento de palomas, ni el repiquetear de campanas, sino que continuó con su extenso papeleo. Pasados los años, los niños del barrio corrieron el rumor de que Herrera se había guardado a sí mismo en uno de sus cajones, pero todos estos ya estaban vacíos, sin un orden que los rigiera.

por Ernesto Sepúlveda

 

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