Adelanto de Mar pequeño del que peregrina

Fragmentos del libro Mar pequeño del que peregrina. Diario de huerta. Publicado por Editorial Portaculturas, Córdoba, 2025.

Prefiero el croar a las palabras. En la noche me levanto a escribir porque alguien secuestra mi sueño. De qué hablan los perros es todo lo que he querido saber. Apenas hay una uña de luna. Y por las ventanas entra la luz de una estrella que me vigila. No tiene sentido la poesía si no nos detenemos a oír o al menos percibir de qué están hechas las cosas, si no dudamos que estamos vivos. En la oscuridad las flores se cierran como para volver a ser el botón que fueron. Y no entiendo por qué soy de una especie que busca sus herramientas cuando debe dormir. Por qué busco la bondad si apenas la hay. Por qué le hablo a mi mente como le hablo a los desconocidos en las veredas. Estoy tan lleno de historias que prefiero callar, dejar pasar los queltehues que recortan el aire quieto, por el que se cuela el zumbido de mosquitos, el crujir de las maderas, mi estómago, la sequía. Mi mente es un estanque que refleja luces lejanas y sobre las que despliegan plantas acuáticas, juncos, algo que no soy pero que me habita. 

Lo humano me cansa.

Crear un jardín es un ejercicio de algo anterior a la razón, que suele llamarse espíritu, pero que prefiero denominar intuición. La intuición es un momento del estado salvaje, de ese instante previo a la medición y el orden de la razón: nos dicta palabras que no hemos procesado, nos lleva por ese camino diciéndonos que no hay nada que perder. Crear un jardín es algo muy parecido a escribir poesía, porque en ese campo uno se ve sacando la maleza, fortaleciendo tallos, atacando plagas: es un ejercicio del estropear y de volver a intentar. Como todo lo importante requiere paciencia y constancia. Pero es más exigente que la poesía, al menos físicamente: remover la tierra, fertilizar, sembrar, vigilar y cosechar.

Arriba, los pájaros dispuestos a engullir todo.

Abajo, las babosas, caracoles y pulgones.

El fantasma de mi abuela vino a ver las rosas

pasó con su chaleco amarillo

su falda a cuadros

crecían varias flores silvestres en su pecho

calabacillo ñilhue quilloi

mitrún no me olvides

sacando agua de donde no había

para que los botones se abrieran blancos

y blancas también las estrellas

luego parpadeando en colores

señales de un mundo de cristal

como sus jarrones

                que ahora me acompañan

en ellos veo su reflejo

cuando viene a cuidar mis rosas.

Las pisadas están llenas de hojas de crujen. El verano aún no llega al calendario, pero no duda que ya está aquí: cada atardecer asoma un nuevo incendio sobre las cimas, con sus nubes hinchadas de humo. Hay una buena cantidad de horas en las que no se puede salir al patio. Las plantas se cubren entre ellas, los pájaros no vuelan, la noche se viste de insectos que pululan y se arrastran en cada rincón de la casa. Las telarañas dicen presente con sus presas colgantes.

La tarde noche es el momento de la bondad, cuando ese viejo animal que es el sol deja de acosar a los brotes; es tan grande como el peuco que espera a sus presas desde los boldos, un ratoncillo, un conejo despistado que se ha alejado mucho de su madriguera. Uso esta hora para ampliar los surcos, para que se empose el agua en los zapallos, caléndulas y tomates, pero a mí tampoco me da tregua ese animal amarillo con sus rayos, que hace que alarguen las zarzamoras construyendo un muro. Pronto vendrá la hora de cosechar las moras, frutos negros en donde se concentra la noche, el lugar desde donde escribo cuando pasa la brisa atrae el silencio o el ladrido de perros lejanos. Los grillos amansan esta tranquilidad, el mate, algunas semillas tostadas con sal. Puedo vivir con poco si conozco las palabras de la tierra y sus tiempos, si tengo un sombrero de paja que me regaló mi vecino, si alcanzo a divisar las constelaciones cuando no hay luna.

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