por Diego Alfaro Palma
Publicado en revista Mapocho, n°92, 2023.
La cama del poeta Teofilo Cid debe haber sido un refugio modesto, ubicada en alguna pensión del centro de Santiago, y sobre ella despertó la mañana del 29 de septiembre de 1962, cuando un mensajero trajo la noticia oscura e irremediable: Carlos había muerto. Carlos ese niño eterno de la poesía como lo llamó el mismísimo Cid y tantos más que se refirieron a él como un infante terrible y perecedero. Por lo tanto, debe haber vestido su traje raído y emprendido una caminata larga hacia el epicentro del pésame, la casa de los De Rokha. Ya años antes, la madre de Carlos, la poeta Winett le había dicho a Cid que su primogénito era la primera víctima de la Mandrágora, ese grupo surrealista criollo, adeptos a lo que llamaban la Poesía Negra, y en donde Carlos, teniendo tan solo dieciocho años dio sus primeros pasos en la escritura. Carlos, era la primera víctima decía por caer preso de continuas crisis psiquiátricas, aunque todos sabían esa mañana del deceso que ni el conjuro de las palabras ni la práctica de ciertas técnicas novedosas para ahondar en el inconsciente, habían sido las causas de que ese poeta viajero y casi secreto haya perdido la razón. La vida de Carlos era oscura y repleta de pliegues como el bandoneón de un tango.
Antes de encomendarse a la muerte, Carlos había dejado un mapa, en este caso, el mapa de una obra que nunca quedó muy clara para sus contemporáneos, ya que tenía continuas interrupciones, reconstrucciones, una obra secreta, dividida en una serie de cuadernos anotados con indicaciones a veces ilegibles. Más de sesenta años después de esos hechos, el investigador Cristián Jofré decidió emprender la compleja expedición de seguir esos mapas para dar con un territorio de tres publicaciones que enmarcan la obra de Carlos de Rokha: El orden visible volumen II, Antología y el Orden Visible volumen III, este último de reciente publicación en coedición entre la Editorial Multitud y el sello Oso de agua. En este se recoge un período de escritura que va de 1950 a 1955 y que además incluye un texto sumamente particular: un extenso ensayo titulado “Introducción al conocimiento de la poesía” en donde Carlos diagrama los contenidos e influencias de su proyecto literario, un ejercicio de autoconocimiento deslumbrante.
Sobre este ensayo vale la pena detenerse, porque resulta una rareza. ¿Cuántos escritores de nuestro continente han dejado señales tan claras de un proyecto poético? Fue emprendido en 1955 como una advertencia al lector del proyecto total de El orden visible, que parte con un epígrafe de Charles Chaplin, y que luego se desgrana en sendas reflexiones que unen lo biográfico con un historia personal de la poesía. “Los primeros poetas que yo leí no fueron los clásicos, sino los surrealistas”, nos dice, lecturas que llegaron de la mano de la Mandrágora, las indicaciones de su padre y los encuentros en la casa de Vicente Huidobro, quien iba y venía de Europa con revistas y publicaciones, que luego dispararon a Carlos a leer Baudelaire, Rimbaud, Apollinaire, Ezra Pound, Rainer Maria Rilke, T.S. Eliot y tantos más. El tema de este ensayo es, primeramente, cómo el poeta Carlos se empapa de los materiales oníricos e inconscientes que programáticamente traía el surrealismo, para desde ahí ahondar en el romanticismo y también en sus contemporáneos, flechas que obviamente dirigen hacia los clásicos.
En estas páginas las figuras del padre y la madre emergen una y otra vez, son presencias a la que se les respeta y se les incluye en esas lides del descubrimiento: “La diaria comunicación con mi padre en los años demi aprendizaje de escritor y en los de mi iniciación literaria durante los duros y dramáticos años de la vocación y la trágica lucha por un destino superior tuvieron en mí una importancia decisiva”, apunta, para dar una larga lista de autores recomendadas por el padre que van desde los clásicos griegos a la Biblia, de Nietzsche a Lautremont. “Quiero declarar aquí que si en mi poesía no se encuentra la huella de mi padre y la de mi madre fue debido al propio consejo de ellos de que no los imitaras y a las duras críticas que recibía cuando así lo hice”. Es que Carlos de Rokha es un poeta bisagra alguien que logró reunir en su voz los hallazgos de las vanguardias, que bien desarrolló la generación del ‘38, junto con el quiebre epistemológico planteado por el existencialismo de Jean-Paul Sartre, que marcó a la generación siguiente del ‘50. Carlos fue un ciudadano de dos mundos, por la influencia familiar, por el joven despertar de su vocación, por la voracidad de su lectura, por indagar en las crisis personales que lo aquejaron poderosamente en la década del ‘50 hasta su muerte. Y al mismo tiempo un adelantado, quizá nuestro primer poeta beat, poeta de la carretera, lo psicodélico, seguidor de los mandamientos de Rimbaud pero también de la cultura Pop, del amor libre, del arte performático por naturaleza, sumamente visual, con un retrato a lo James Deán, antes de que en la misma Argentina, que él tanto recorriera, surgieran los grupo Opium o la experiencia del Instituto di Tella en los sesenta, posiblemente por ser él mismo una continuación, un sobreviviente del surrealismo latinoamericano.
No es menor que “Introducción al conocimiento de la poesía» haya sido escrito en 1955, periodo posterior a su gran crisis de 1945 en Montevideo, donde debió ser internado, y también periodo en el que durante toda una década se le hizo natural el dar conferencias en torno a la creación poética en ateneos y facultades argentinas; también lapso en donde sucede la muerte de su madre Winnet de Rokha (1951), a la que dedica su largo poema “Designio sin límite” (incluido en este volumen); de viajes y estancias rutilantes entre Arica (donde sucede otra gran crisis), Punta Arenas, Córdoba, Santa Fe, Rosario; de la persecución sostenida por el gobierno de González Videla al comunismo, por la cual Carlos es apresado en la cárcel de Melipilla, quedando en muy mal estado físico; la publicación en 1956 de el primer volumen de El orden visible (que reúne sus poemas escritos entre 1934 y 1944).
Los años de 1950 a 1955 que abarcan este tercer volumen de su obra fueron trepidantes. No obstante se haya mencionado en muchas ocasiones el hermetismo de sus versos, se pueden hallar claves biográficas dispersas, sobre todo en el poemario “El coral de la espuma” (1951), carta viajera que posee algunos poemas bellísimos y en donde Carlos ahonda en describir varios elementos que se repiten continuamente en su escritura: la búsqueda de la sanidad (expresado en una lucha entre la luz y la sombra), el tránsito de un sitio a otro, la elegía, el amor furtivo que se quisiera eterno, el sueño, elementos que aquí son condimentados con un paisaje de limonares, avellanos, viñas, ríos y valles. “Yo soy de los que van y parto a cada instante. / Hice de mi vida un azar perdurable y fue mío el viaje sin fin” nos dice en “Este pueblo del vino y de la noche” o también en el poema “Cántico de los adioses”: “Me desarraigo a veces de todo lo que existe (…) El pasado es un río que acaba donde empieza. / El viajero una sombra que pasa sin ser vista”. Carlos no solo fue un poeta sombrío, sino un poeta lleno de luz como el sonido de un bandoneón, un poeta viajero, en tránsito como su padre que iba y venía vendiendo cuadros y libros, pero también semejante a Violeta Parra, a Gabriela Mistral, a Vicente Huidobro, en donde el fenómeno migratorio estaba integrado íntimamente al proyecto poético, de manera natural, no como un tema específico o aislado de un periodo. “Ah ¡cómo ser la presencia y la fuga! Evasión y estructura” se pregunta en “El viajero sombrío”.
Este tercer volumen de la obra de Carlos de Rokha resulta ser una publicación sumamente decisiva, una puerta inesperada para rastrear al escritor rutilante y secreto, admirado por muchos, pero difuminado del radar por demasiadas décadas. Carlos de Rokha vuelve, como volvía siempre a la casa de Huidobro, o a encontrarse en el café Iris con Teofilo Cid que transmutaba cada tarde su talento en largas liturgias, ahí los dos habrían discutido efervescentes de cosas que desconocemos, para luego perderse en los callejones, sin importar la edad del uno o del otro, de lo que habían sido o serán, borrachos de la nueva vida que les brindó la poesía.

