
[Fragmento del libro Valles Sonoros: un ensayo en torno al viaje, la poesía y la escucha]
Me encuentro en la playa de Coquimbo. Cuando cae la tarde, con Claudia salimos a caminar siguiendo el borde que dejan las olas y a cada paso alzan vuelo los nobles zarapitos y pilpilenes. Una multitud de personas se amontona junto a las ferias cada vez menos artesanales. Se hace difícil encontrar algo que no haya sido fabricado en China. Regresando al lugar donde nos hospedamos, escuchamos música y el sonido del mar a lo lejos. Parecen unas vacaciones normales, hasta que por la noche somos sacudidos por un fuerte temblor. Como la mayoría de ellos llegó así, sin previo aviso, salvo por una especie de rugido que lo precedía.
Por la mañana, selecciono uno de los libros que descansan sobre la biblioteca. Sin pensarlo mucho, llevo conmigo Diario de mi residencia en Chile, de la viajera inglesa María Graham. Pronto y ya sobre la arena, soy poseído por su prosa, por su nivel de detalles, por su manera de describir, y tras dos días de lectura, llegando casi al final, me topo con una experiencia: el terremoto del 20 de noviembre de 1822, en Quintero, estando de visita en la estancia de Lord Cochrane. María Graham fue una de las grandes viajeras que tuvo América como Humboldt, Rugendas o Darwin, pero al contrario de estos su mirada está fuertemente afincada en la poesía, en los poemas memorizados que acompañan su travesía. Es por eso que me llamaron tanto la atención las páginas en que habla del terremoto, al que compara con el sonido de la explosión de una mina:
Jamás olvidaré la horrible sensación de aquella noche. Todas las otras convulsiones de la naturaleza nos dan la idea de que podemos hacer algo para evitar o mitigar el peligro, pero no hay refugio o escape de un temblor. La “loca agitación” (Lord Byron, “Darkness”) que remueve a cada corazón, y se muestra en cada mirada, me parece tan horrible como puede llegar a ser el día último del Juicio.
[…]
Entre los ruidos de destrucción que nos rodeaban, escuché el mugido del ganado durante toda la noche; también escuché los gritos de las aves en el mar, que no cesaron hasta el amanecer.
[…]
Sonidos como los de explosiones de pólvora, o más bien como las de la erupción de un volcán.
Esa “loca agitación” a la que hace alusión es un guiño al poema “The Darkness” de Lord Byron escrito en 1816, también llamado “El año sin verano”, debido a la erupción del monte Tabora en Indonesia, que durante meses lanzó una gran cantidad de sulfato a la atmósfera, reduciendo anormalmente la temperatura en el hemisferio norte. Ese poema de Byron culmina así:
Los barcos sin marinos yacían pudriéndose en el mar,
Y sus mástiles bajaban poco a poco;
Cuando caían
Dormían en el abismo sin un vaivén
Las olas estaban muertas; las naves estaban en sus tumbas,
Antes ya había expirado la señora Luna;
Los vientos se marchitaron en el aire estancado,
Y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba
De su ayuda – Ella era el Universo.
María Graham no sólo poseía un gran conocimiento sobre geología o botánica, era también una ferviente lectora de Shakespeare, de la poesía de Burns, de las novelas de Jane Austen y una fiel seguidora de los escritos de Alexander von Humboldt. Sin embargo, su corazón estaba con las imágenes y las referencias telúricas de Lord Byron, por lo que su testimonio está estrechamente ligado a esa recreación del Juicio Final, sumamente eficaz y romántica del poeta, que también nos recuerda ese poema igualmente terrorífico de Gabriela Mistral titulado “Muerte del mar”: “Se murió el mar una noche, / de una orilla a la otra orilla; / se arrugó, se encogió, / como manto que retiran”. Es tal la devoción de María que, navegando frente a las costas de Chiloé, lamenta no haber visitado la isla por respeto y admiración a su poeta Byron, cuyo abuelo había naufragado varios años antes en el archipiélago, en la fragata Wager, y cuyo relato debió de ser bien conocido por los ingleses de la época.
Pero volviendo a los terremotos, la descripción de Graham suscitó un importante debate en la Sociedad Geológica de Londres, respecto a la relación entre los movimientos telúricos y la formación de las montañas. Sus observaciones y cálculos hechos con la ayuda de Lord Cochrane tanto en Quintero como en Concón y Valparaíso, daban razón a que el desplazamiento del territorio y sus elevaciones tenían una estricta ligación, observaciones que posteriormente serían agregados en una de las obras más influyentes del siglo: Principios de geología (1830) de Charles Lyell. Esta controversia tuvo como opositor a George Bellas Greenough, el cual refutaba a tal nivel estas aseveraciones que terminó realizando una burla pública y ad hominem a María, lo que como buenos románticos terminó en un duelo que salió a defender su hermano y su segundo marido, pero que fue resuelto por la pluma de la viajera en contundentes cartas. Poco tiempo después vendría un científico a afirmar las observaciones de Graham, un joven Charles Darwin que había notado las mismas elevaciones en Chile cuando visitaba el puerto de Valdivia en el HMS Beagle.