
[Fragmento del libro Las aves y el hombre de W.H. Hudson]
CUERVOS EN SOMERSET
La pareja que pasé tanto tiempo observando en el acantilado se molestó mucho por mi presencia. Su ansiedad no era extraña, ya que sus nidos son saqueados anualmente por los «malditos coleccionistas», como Sir Herbert Maxwell nos ha enseñado a nombrar al peor enemigo de las aves británicas más raras. El «peor», digo; pero hay otro casi si no tan malo, y que en el caso de algunas especies es realmente peor. A intervalos de quince a veinte minutos aparecían en lo alto emitiendo su furioso y profundo graznido, y, con las alas desplegadas, aparentemente sin esfuerzo y que les permitía que el viento los elevara más y más, hasta que no parecían más grandes que las garzas; y después de permanecer un par de minutos en el aire a esa gran altura, descendían a tierra nuevamente, para desaparecer detrás de un acantilado vecino. Y en cada ocasión exhibían esa maravillosa hazaña aérea, característica del cuervo, y extraña entre las demás aves: bajar en una serie de largos descensos con las alas cerradas. Me inclino a pensar que para realizar esta hazaña es necesario un viento fuerte que le permita al pájaro caer de manera oblicua y detener la caída en cualquier momento con solo alzar las alas. En cualquier caso, es un hecho que nunca haya visto este método de descenso utilizado por el pájaro en climas calmos. Es totalmente diferente en la caída, como si estuvieran heridos, de los cuervos cuando se ven dos o más jugando en el aire, algo que también practican los grajos y otras especies de la familia de las cornejas. La hazaña de la voltereta solo se realiza cuando los pájaros están jugando y, como parece, solo por diversión; la hazaña que estoy describiendo tiene una utilidad, ya que permite que el pájaro baje desde una gran altura en el aire en el menor tiempo posible y con el menor gasto de fuerza. No se trata de la caída vertical de un ave como si fuera el alcatraz sobre su presa, sino del descenso a tierra de un ave que se eleva hasta una altura considerable. Ahora bien, muchos pájaros, al precipitarse rápidamente, parecen cerrar sus alas, pero nunca se cierran del todo; en algunos casos las llevan plegadas, ligeramente levantadas del cuerpo; en otros casos, el ala está fuertemente presionada contra el costado, las plumas superiores sobresalen oblicuamente, dando al pájaro que desciende la figura de una punta de flecha. Esto puede verse en los grajos, chovas, bisbitas y muchas otras especies. El cuervo cierra súbitamente sus alas extendidas de la misma manera que un hombre deja caer sus brazos a los costados, y cae de cabeza por el aire como un pájaro de piedra arrojado desde su pedestal; pero cae oblicuamente, y, después de caer por un espacio de ocho o diez o más metros, abre sus alas y flota durante unos segundos en el aire, para luego caer de nuevo, y otra vez, hasta alcanzar la tierra.
LECHUZAS EN EL PUEBLO
Hacia la tarde, los niños salen a jugar, sus risas y gritos estridentes resuenan por todas partes. Entonces, cuando el sol se ha puesto y el paisaje se oscurece, comienzan a llamar de todos lados imitando el ulular de la lechuza. Durante aquellas tardes otoñales los niños de este lugar parecían caer naturalmente ante la nota de la lechuza, tal como en primavera en todas partes de Inglaterra suelen imitar la llamada del cuco. Los niños son como aves, tienen una disposición social y locuaz en su debilidad de establecer un llamado, grito o nota penetrante con el que puedan conversar a larga distancia. Pero no han establecido un canto por sí mismos, ni un grito tan distintivo como el de los animales inferiores. Imitan algunos sonidos naturales. En el caso de los niños de estas Midlands, es la nota prolongada de la lechuza; y en cada lugar donde algún animal con una voz potente e imitable se encuentre, utilizan su llamado. Donde no se escuche un sonido así, como en las grandes ciudades, lo inventan; o sea, uno lo inventa y los demás inmediatamente lo toman. Es curioso que la especie humana, a pesar de su larga vida salvaje en el pasado, no tenga una llamada distintiva, o llamadas, entendidas universalmente. Entre las tribus salvajes, el hombre casi siempre imita el grito de algún animal salvaje como si fuera una llamada, tal como nuestros niños imitan el que hace la lechuza de noche, y el de algunas especies diurnas durante el día. Otras tribus tienen una llamada propia, un grito o aullido en particular; pero no se usa de manera instintiva —es solamente un símbolo, y es artificial, como el arrullo penetrante de los colonos australianos en el monte y el abrupto “¡Hola!”, con el que pedimos un taxi, junto a otras formas de saludar; o incluso el lupino y gorgoteado grito del lechero matutino—.