
[Fragmento del libro Trabajos voluntarios]
Una noche de Santiago, probablemente a las dos de la madrugada, vuelvo a ver a Elvira Hernández, sola, con su cuerpo enjuto, cerca de un hospital en el barrio Las Condes. La había visto subirse a otra micro en ese mismo lugar días antes, justamente venía yo leyendo uno de sus libros emblemáticos, La bandera de Chile; cuando noté que subía, en un acto reflejo, escondí el libro, sin saber a ciencia cierta si era ella o no. Se parecía mucho, demasiado, y ¿por qué yo iba con ese libro en particular? No lo sé. Pero, en ese mismo sitio donde estaba la parada, flameaba en un asta la bandera, con su estrella solitaria y entonces pensé que Elvira Hernández no sólo era una poeta, sino que también era la estrella de Chile y que quizás su aspecto y poesía bien se parecían a esa estrella o a los ventisqueros australes dispuestos en cualquier instante a la quebrazón y que sin embargo aún se sostienen.
La bandera de Chile más allá de ser su libro-poema más conocido, es también el comienzo de una poeta y de un pseudónimo (ya que su verdadero nombre es María Teresa Adriasola) hacia una experiencia de la escritura que está sellada por la clandestinidad. El libro circula desde 1981 a través de copias mimeografiadas pasando de mano en mano hasta su primera reedición, diez años después, en Buenos Aires a través de la editorial Tierra Firme del editor José Luis Mangieri y en donde también participaba Jorge Fondebrider. Buenos Aires resultó ser el primer lugar que Hernández conoció fuera del “horroroso Chile” de los años ’80 y en donde en 1989 también se publicó su libro Carta de viaje por Ediciones Último Reino. La bandera de Chile le costaría esa especie de extrañamiento de ver una obra surgir fuera de su lugar de origen y de destino, nacida desde ese mismo costo de vida en dictadura, específicamente de una detención por parte de la policía secreta de Pinochet.
Está claro, Elvira jugaba con fuego y su gesto sigue siendo hoy el de un compromiso inequívoco con la verdad histórica, los derechos humanos y de una defensa de la libertad plástica del lenguaje y la transformación de los símbolos que convocan una identidad. En “Arte poética” ella misma lo dice: “Exigencia de la que desearía escapar, la poesía es para quien escribe estas líneas, un estar cautiva que compromete no sólo la mano sino todo el cuerpo al sometimiento de las palabras, a la aceptación de ‘el más terrible de los bienes’”. Aunque esta declaración y su misma obra haya sido tildada de “posvanguardia”, en realidad tiene un cariz de otro tiempo, con una ética anterior del escribir, no se entienda romántica, sino de un Chile anterior a la mercantilización de sus espacios íntimos, a su conversión en largo y angosto pasillo de supermercado. Incluso hoy, cuando esa misma intromisión del libremercado entra y se desplaza en la vida cultural, las sentencias e imaginario de Elvira Hernández parecen ser un último refugio. Eso me da a pensar que en un país en donde todos los valores y espacios de representación han sido invalidados, esta poesía parecería ser un resabio moral, uno de los pocos lugares que no han sido saqueados. Ella misma nos dice como una especie de Lao Tsé en su Álbum de Valparaíso: “No hay que echarse a morir / hay que echarse a vivir serenamente”. De ese tipo de sabiduría estamos hablando.
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Cuando Elvira escribió “La bandera de Chile no dice nada sobre sí misma” desdibuja de un plumazo todo lo que se haya pensado, dicho, cantado sobre ella; desnuda el ícono y, por lo tanto, su componente ideológico. La bandera está ahí como un trapo cualquiera, un trapo bajo el cual los militares se encuadran y un trapo que también es el pañuelo de despedida del exilio. Ese verso siempre se me quedó, es realmente un escopetazo en medio de un campo silencioso… y después ml. los pájaros a volar, el miedo. Esa dualidad se va dando durante todo el poema, la bandera esto y la bandera lo otro, la bandera, ella, también discute el espacio de su enunciación, su situación femenina, entre la idealización que la subyuga y la pobreza que la inmoviliza.
Nadie ve a la Bandera de Chile pasar las noches a la intemperie
la noche es oscura
ni que largo invierno es 22 de Julio
– es el sol que ha hecho poesía del solsticio-
que sus hijos piden solo la parte pobre de toda la infancia
la Bandera de Chile no tiene papel para pedidos
ni un pliego
ni nada
A pesar de su situación, la bandera sostiene su nobleza, enjuta, contra los avatares de la economía, es una mujer cualquiera de Latinoamérica impedida de comunicarse, de tener un papel a mano para decir estoy aquí y significo algo completamente distinto a lo que dicen de mí, tengo una vida cívica, vivo en un silencio que es resistencia: “la bandera de Chile es extranjera en su propio país”. Metáfora de la mujer, de la poeta, símbolo archireconocible, pero jamás conocido en su integridad, no es menor que este poema que apunta a los emblemas de la dictadura no pierda vigencia ni la vibración de su energía primera.
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Luego de La Bandera hay toda una seguidilla de proyectos temáticos que giran en torno al tema del viaje y el avistamiento. De esto último ¡Arre¡ ¡Halley! ¡Arre! (1986) es un ejemplo notable de cómo hacer poesía con pocos elementos y en tiempos oscuros. El cometa Halley aparece en el cielo y una serie de personas –que parecieran ser entrevistados y filmados- confiesan no haberlo visto, apenas divisado, entre las labores de una jornada laboral extensa y un miedo atroz a salir a la calle. Creo que este es uno de esos libros de la tradición chilena (de esos pocos) que pone en pie ese espanto y el lenguaje de la procrastinación, de la postergación de uno mismo por el miedo. Todas las voces están impedidas, todos sus recuerdos tercerizados, ninguno puede actuar fuera del margen. Eso es algo sumamente chileno, del Chile herido tras el Golpe, que configuró una manera de nombrar y hablar desde la pérdida del valor de la experiencia, una forma de hablar que no termina de decir para callarse, encogerse, porque pareciera que cualquier expresión de la subjetividad –o creación de un mundo interior- queda invalidada desde ya por resultar insignificante. Entonces, el verdadero relato de la realidad lo escribe la dictadura y no hay más:
Pasé noches enteras estudiando su imagen
Frontal, de perfil, de espaldas
Y fue como verlo íntegro.
¿Lo vi? Lo recuerdo.
La poeta Elvira, como decíamos, se permite entonces el traslado, la experiencia en primera persona del movimiento a través de la ciudad y el territorio, en Carta de viaje (1989), en El orden de los días (1991) y en Santiago Waria (1992); experiencias del cifrado, de la anotación de la contingencia, de la extrapolación de la noticia, de la barbaridad televisada, emitida radialmente, conversada telepáticamente entre los que atraviesan la ciudad para trabajar. “Algo se fugó de nosotros mismos / su ausencia fundó la ciudad”, nos dice en su libro del ‘92, en donde va apareciendo toda una fauna y los locus amoenus en donde se resguarda la poeta: el cementerio (en el patio de los desaparecidos), el mítico bar La piojera, los cités del centro, el barrio turco, el río Mapocho, en fin, lo que no se quiere mostrar turísticamente de una ciudad que está en pleno cambio, intervenida políticamente, enfrentada a su propia desaparición por la voluntad de los capitales. “Waria” es, de hecho, la palabra que denomina la “ciudad” en mapudungun, la lengua mapuche, que determina el punto de vista alienado que dirige y ordena las visiones: .
los bulldozer madrugan
la ciudad se levanta y se derrumba se levanta y
se derrumba se levanta y se derrumba se levanta y
se derrumba
parece mar
tierra embaldosado
hueso roído por hormigas
container funerario parece
una gran maternidad de basura
Y en eso su poesía se parece mucho a la ciudad, porque el verso de Elvira se levanta y se derrumba, pero siempre creando algo distinto, con una forma distinta, forzando cualquier posibilidad de una voz “establecida”, “reconocible”; ser Elvira Hernandez, escribir como ella, es no tener una fórmula evidente, es pasar del soneto a la prosa, de la ironía antipoética con mayúsculas al poema espaciado o simplemente minimal, contraído, cifrado, con citas de otros poetas o del periódico o simplemente un título y una firma (como en el poema “Mosca”). Esa, es una exigencia para la poesía, una apuesta por la creatividad, una manera de estar que tiene por motivación el comprender el movimiento de las cosas, la posibilidad de ser muchos otros. Ese es el punto inicial de su compromiso, de conducir a la palabra a un estado continuo de novedad y de autocrítica, autoconocimiento de la escritura, del proceso.
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En los últimos años la obra de Elvira Hernández ha sido celebrada por la edición de dos libros fundamentales que reúnen gran parte de su producción y que vieron la luz con el acierto de marcar en su poesía una playa de embarque, un sitio desde donde recalar en medio de la tormenta general: Actas Urbe editado por Guido Arroyo (Alquimia, 2013) y Los trabajos y los días cuya selección dependió de Vicente Undurraga (Lumen, 2016).
Esta última muestra sin dificultad el asidero de una poeta que arriesga en cada proyecto la búsqueda de una nueva voz, de variantes en las formas y en los hechos, sometiendo a la escritura a uno de sus valores modernos por antonomasia: ser otro. Los trabajos y los días no sólo es la desembocadura de un oficio llevado con rigurosidad durante años, sino también la congregación de todas las posibilidades a las que puede apostar un escritor o escritora, es decir, ser una reunión de sus giros internos, preocupaciones, que van desde la reescritura de los clásicos olímpicos al desarrollo de un gabinete de curiosidades en el que confluyen mapas antiguos, registros de cometas, descripciones de aves, bitácoras de viaje, colecciones de arte y bestiarios.
En este sentido una antología de Elvira es lo más parecido a las descripciones de Albertus Seba o de los viajeros botánicos del siglo XIX como Humboldt y Bonpland, inquietos indagadores de las fuerzas que dirigen a la naturaleza, y que Elvira Hernández pareciera hallarlas en este cruce entre lo urbano y lo salvaje. Pero ante todo, cruzado por una voluntad crítica que nunca la ha abandonado, desde su famosa La bandera de Chile hasta Pájaros desde mi ventana.
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Ese valor crítico es el que contrae un compromiso y es el que posiblemente acerca tanto a los nuevos lectores y a los poetas más jóvenes al ver en ella un modelo de acción, de ejemplar laboriosidad con el contexto y el mantenimiento de una línea –jamás altisonante- que sabemos tiene un costo biográfico no menor. Visto desde esta óptica de catalejo, no es azaroso –nada en poesía lo es- la reminiscencia de Los trabajos y los días al poema fundacional de Hesíodo. Ambas obras hablan del reconocimiento de una vida civil, de una manera de sustentar, de un comportamiento de lo no humano, de los poderes que están sobre ella. Y revisando al griego, pareciera que Elvira le hace caso: “Sin miedo y confiado en los vientos, arrastra tu rápida nave al mar y pon en ella toda la carga.”
La carga es ante todo un trabajo microscópico con el lenguaje o como ella misma dice al comenzar su Álbum de Valparaíso, “¿desembarco o desbarranco?”. Palabras, giros lingüísticos, juegos con la oralidad, desmembramiento del lenguaje técnico y tecnocrático, la posibilidad de ingresar palabras al poema como “leguleyo”, “nematodo”, “fritanga” o expresiones al estilo de “darle como caja”, “machetean”, “hueviche”. En esa recolección entra el habla de la calle, modificada, puesta girar en el poema.
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“Nos empujan por los bordes / nos desganchan y lapidan / arrancan el fruto verde”, nos dice en el poema “Maceta” y es sin duda en esos momentos en que toma la primera persona plural, en que logramos ver una perspectiva en la que su voz no se desmarca, está ahí con nosotros para abrir un zanjón junto al curso natural de la historia o de cómo esta se ha escrito. No hay ningún poeta de su generación que haya esquivado las transformaciones del país y, sin dudarlo tanto, podríamos decir que la puesta en escena de las contradicciones de estos tiempos (con sus amnistías y silencios) pueden ser rastreadas en la poesía. No por nada parte de su trabajo atenta contra los discursos de la institucionalidad y el borramiento de crímenes y nombres: “El río de la vergüenza es el único que debiera de ser navegable” (“Compacto”). Y más allá en el poema “Restos”: “Los arrojaron al mar / Y no cayeron al mar / Cayeron sobre nosotros”. Escritura de la desaparición que hizo que muchos de sus escritos circularán durante décadas de forma clandestina, como por ejemplo los que conforman el ciclo de Cuerpos encontrados en varias partes de 1982.
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Pájaros desde mi ventana (2018) es la búsqueda de un objeto de estudio cercano: el jardín y las aves que lo visitan. Cada poema abre una reflexión, una instantánea. Ese microcosmos permite conjeturas generales en un planeta seco, hacinado, con un “césped que es plástico / nieve que no es nieve”. Parte de la fauna que poblaba el barrio se ha ido, libélulas y queltehues han sido reemplazados por “maquinillas / con aspas que mapean desde la altura / cómo fumigarnos como piojos”. Elvira no deja que la meditación sobre lo mínimo deje de ser político, aunque haya una evidente ansia de sosiego.
En cierta forma ese acto poético nos recuerda al giro del artista David Hockney hacia el paisaje de su tierra natal, una vuelta al panorama, amenazado y que indaga en una naturaleza modificada donde incluso las estaciones no son las de antes: “Yo dudo de lo que puede ser nombrado Primavera”, dice Elvira. No es menor que traiga a Hockney, conocido igualmente por su versatilidad y capacidad camaleónica de saltar a distintas técnicas, registros y modos de representación. Y es como dice el poema “Arte contemporáneo”: “El arte es en algún momento / un animal vivo”. Es trabajo del artista volver a esa organicidad y estado salvaje contra la domesticidad del lucro y la extracción.
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Esa noche que me la encontré en la micro, decidí pararme de mi asiento -impulsado también por la que en ese tiempo era mi novia- y me acerqué a Elvira. Le pregunté si ella era la que yo pensaba que era. Y abrió sus ojos en señal de sorpresa. Le di las gracias, le dije que la había leído y que me había impactado profundamente. Y ahí nos fuimos conversando de la vida y del arte, nos invitó a sentarnos a su lado y avanzamos un montón de cuadras. Ahora le vuelvo a retribuir esas enseñanzas, esa impronta de avanzar sola en la noche sin esperar nada, esa bandera alzada:
Cuando los días son todos iguales todos repletos por el hambre
el hambre se reparte en estallidos de dientes y esquirlas
se repletan solos los ataúdes ajustados por el hambre
el hambre se repite en hambres y desbocadas denteras
entonces hay un llamado a la lucha que no asombra
la ciudad recupera su pupila delirante espesor de próximos combates
con trayecto de flecha los panfletos van a las esquinas
van anudados como grupos de obreros más adelante más adelante van armados
ya no es un misterio que las banderas rojas borran el hambre
y yo me voy con ellos con mi caracol y mi revólver.
[De Meditaciones físicas por un hombre que se fue] Buenos Aires, 2016.