Inicio de Trabajos Voluntarios

El cartel estaba colgado a lo largo de la entrada de la universidad. Bajo él, se agrupaban muchachas y muchachos rubios de tez blanca, intentando conseguir nuevos reclutas; vestían del mismo color, con los mismos jockeys, como esa vez que me tocó sentarme en un mall para realizar labores de promoción: miren, esto pueden hacer con sus vidas, esto les podemos ofrecer y esto es lo que tendrían que pagar. Pero esa tarde, el lugar donde pendía el cartel no me era un territorio muy conocido, yo estaba de paso para consultar un libro que únicamente se encontraba en esa biblioteca. “Trabajos voluntarios” anunciaba el lienzo negro de letras blancas y me dio para pensar: ¿alguna vez hice algo como esto? Nunca me interesaron las pastorales, ni los grupos de acción juvenil, mi máxima experiencia aglutinante fueron un par de campamentos con los boy scout: fui más un niño que la pasaba bien solo, un adolescente de pocos y buenos amigos, un jóven de tugurios y mochileos. Pero sí, existía un oficio que venía ejerciendo y calzaba perfectamente con ese enunciado: escribir poemas.

Nadie nunca me había puesto una pistola en la cabeza obligándome a ello, mis padres nunca me incentivaron a asistir a un club literario o algo por el estilo, ni mucho menos era chévere. Escribir poesía es algo a lo que nadie nace llamado, uno simplemente toma un buen día un lápiz y un papel y algo surge de ahí, no muy bueno al principio, pero que se parece bastante a lo que sentimos o pensamos. Plata en la poesía nunca va a haber -salvo por algunas fundaciones o editores inescrupulosos, y esos premios que llegan tarde-, es en sí algo a lo que uno se enrola y no termina sabiendo cómo salir: un poema lleva a otro, ese otro a un cuaderno lleno de garabatos, esos garabatos a torres de libros por leer, y esas torres de libros se convierten en guías en un arte del que nadie enseña muy bien cómo hacer: no hay manuales y, como los maestros taoístas, se enseña con el ejemplo. Bueno, sí hay manuales, pero esos volúmenes resultan ser antiguallas donde vacaciona el polvo. Donde uno más aprendió fue justamente diseccionando una y otra vez esos poemas que uno ama, o cuando un poeta ensayó en torno a la obra de otro, pero ya llegaremos a eso.

En Limache había un quiosquero al que yo acudía para acceder a mis cómics o revistas de videojuegos. Cada vez que me veía pasar me preguntaba si quería sumarme al equipo de rugby que él dirigía. No tengo idea si a todo el mundo le hacía el mismo ofrecimiento, pero la verdad es que yo no era el mejor candidato para esas lides. Eso sí, la única vez que tacleé a alguien fue al pobre de mi primo Gonzalo que, explicándome cómo era eso de un deporte que se juega hacia atrás, terminó recibiendo de mí un lanzazo que lo tumbó y le hundió una costilla. Si había un deporte que me cautivaba era andar en bicicleta, que en mi versión era la mejor manera de escapar de casa y meterme en lugares a los que de otra forma no llegaría, por ejemplo, bajo una plantación de kiwis o avanzar junto a las líneas del tren. Solo o acompañado la cosa era perderse, tener una idea poco clara del destino y ser realmente gobernado por la intuición. Justamente la intuición es la primera inteligencia y los poemas nacen sobre esas aguas, nadan libremente hasta el embalse de la razón, ahí sus microorganismos hacen el trabajo de engullir todo el material innecesario: así se crea un ecosistema. A ese proceso los siúticos lo llaman “inspiración”.

A los quince años me gustaba escribir, pero no tenía ni la más mínima idea de lo que era la poesía, ni tampoco me importaba saberlo. Ese es quizás un requisito esencial para que te termine gustando. Lo que a mí me apasionaba era hacer cómics, de los cuales no sobrevivió ninguno, pero que tuvieron el honor de ser fotocopiados y de circular entre las salas del instituto. Lo otro: escuchar música y mucha. Nunca he tenido problema con sentarme en un lugar y dejarme impactar por sonidos. A los quince tocaba batería y miraba mil veces los videos de Neil Peart o Michael Portnoy en el VHS de mi abuelo -nada de eso me salía. Cuando tuve mi primera banda -con mi primo Gonzalo- vino la oportunidad de escribir una letra y ahí apareció algo, un destello, no sé si mucho, pero al menos era algo. La letra debe haber sido horrible y seguramente estaba muy influenciada por Black Sabbath, una banda que me había parado los pelos: me costaba entender cómo alguien podía crear una sustancia tan oscura, densa y al mismo tiempo tan eléctrica, como una nebulosa de una galaxia lejana.

La verdadera poesía no llegó hasta que un profesor de nombre Jaime, que usaba chalecos verdes, se le ocurrió obligarnos a recitar un poema de memoria. Recuerdo la calma de ese profesor -similar a la de las anémonas-, también recuerdo la tensión de pararse frente a una parva de púberes llenos de acné en ese colegio de curas y de hombres. Así fue como de todo el libro de lecturas elegí uno que se llamaba “Poesía”, cuyo artífice era Braulio Arenas y que comienza así: “Primero tracé un círculo”. El profesor -antes de que comenzara con ese primer verso- se tomó un minuto para explicar mi hazaña: de los cuarenta recitadores yo había sido el único que no había elegido el mismo soneto o el mismo romance y había optado por un texto sin rimas, narrativo y experimental. Luego de esa introducción lo recité con tanta intensidad que me sentí poseído por su fuerza. ¿Qué diablos había ahí adentro? Ni idea, pero me gané la mejor nota, el aplauso y las obras del respetable público.

No obstante ese no fue mi comienzo en los trabajos voluntarios, pero al menos la escena tiene el crédito de haberme hecho entender que la poesía no era cursi y estúpida, sino que podía ser algo vivo y complejo como un lagartija o un videojuego. Ahora bien, resolver quién era ese Braulio Arenas me dio para realizar una búsqueda en la biblioteca -siempre vacía- y en donde me enteré que era un poeta chileno surrealista. Al año siguiente -y también por obligación- cayó ante mí la biografía de Vicente Huidobro escrita por Volodia Telteilboim, que hace poco releí pensando en qué pude haber entendido de ella en esa época: era realmente un poema en prosa, llena de referencias secretas y alusiones ininteligibles a la vida del antipoeta y mago, pero amé ese libro, al nivel de que el control de lectura se convirtió en una experiencia epifánica: aunque yo no era un alumno brillante -y en ese colegio me era casi imposible llegar al 6 o al 7- el profesor leyó ante mis compañeros mi ensayo. Un par de años después -ya en la universidad- Volodia asistió al salón de honor para dar una conferencia junto a otros escritores; a la salida yo me acerqué sin ninguna vergüenza y le conté esta anécdota y le di gracias por su libro, pero eso no es lo importante: lo importante es que muy pronto comencé a entender de que la poesía chilena poco tenía que ver con lo chileno, sino que más bien tiene que ver con una escritura realizada por gente nacida en un territorio, que lo piensa, lo sufre, lo recorre, pero que funciona con código universales. Esto aunque parezca de perogrullo, no es tan así, ya que lo que llamamos poesía chilena nace justamente cuando se cruza la barrera de lo nacional o de la construcción de una nación.

El siglo XIX y el XX son los del nacimiento del internacionalismo, tanto industrial como ideológico, es también un periodo de absorción de lo europeo y de lo profundamente americano, de ese choque surge una nueva forma de hablar: las y los poetas modernos hacen decir al lenguaje algo a lo que no está acostumbrado, lo tuercen, lo llevan al sueño, a la experimentación, lo mezclan con discursos cotidianos, lo unen a la flora y a la fauna, a un sentido telúrico, lo aceleran y lo hacen girar en torno a su situación histórica y social. Todo cabe en el poema, salvo los egos enormes de sus cultores que desbordan; en fin, leer a Arenas, leer a Huidobro y luego a Mistral -impulsado por la recomendación de mi abuelo- no me generó temor, ni una lata soberana sino una profunda curiosidad, como si ante una página me encontrara dentro del laboratorio de Nikola Tesla, con descargas que vienen y van.

Fue después de una clase de educación física que mi amigo Patricio Bravo me acercó un libro. Sin pensarlo mucho me dijo “toma, léelo y después me lo devuelves”. Se trataba de La poesía rusa de Nicanor Parra, un libro que nunca fue reeditado, apareció primero en la Unión Soviética y luego por la colección Cormorán de Universitaria. Ese ejemplar sobrevivió a la dictadura enterrado bajo la casa de mi amigo, ahora tampoco recuerdo muy bien mis impresiones de ese momento, pero al volver a él puedo darme cuenta que Maiakoski tiene que haberme causado una gran impresión -empezando por su foto-, pero ante todo, y más allá de los poemas, la labor de Parra. Hasta ese instante yo no tenía idea que un poeta era también un traductor. Tampoco sabía que los rusos escribían poemas, no tenía idea de quiénes eran Anna Ajmátova o Marina Tsvietáieva. Con el tiempo reconocí esas dimensiones que existen entre las tradiciones: mientras que la nuestra se luce con 150 años, la China se originó en el siglo XXXIII A.C. La de los pueblos originarios de América se remonta a casi 4 mil años, y si se lograra hallar algún documento en la perdida ciudad de Caral -con sus magníficas pirámides-, es probable que el arte de la poesía se hubiera cimentado por estos lados en el 5 mil A.C.

Como latinoamericanos modernos, nuestra tradición nace con aquello que Pablo Neruda llamó “El siglo de Oro de la Humanidad”, ese siglo XX que dio para un crecimiento exponencial de la poesía como de la violencia. Desde este punto nos inscribimos, desde esa precariedad, en ella y sólo en ella pueden darse esas miles de variables que poseen los trabajos voluntarios de la poesía, porque no basta únicamente con escribirla o leerla: editar, traducir, reseñar, educar, coordinar, vender, distribuir, ensayar, son verbos en infinitivo que dan cuenta de esa variable enorme que existe en el oficio, y que en la poesía latinoamericana es casi una ley. No conozco a casi nadie del gremio en esta región del mundo que no se haya embarcado con una revista, o una editorial, con un libro de ensayos, con coordinar eventos aquí o acullá, traducir de algún idioma o de varios e incluso aprenderlos para seguir traduciendo poesía, o que dé clases en escuelas, centros culturales o en sus talleres personales, que trabaje en librerías o bibliotecas. Como Alfonso Alcalde cada poeta es el humano de los mil oficios y de las mil manos a la obra. En otros lados esto es casi inimaginable. Lo poco que hablé con Xi Chuan en el Festival de Rosario -y lo poco que nos podíamos comunicar con su pésimo inglés, su inexistente español y mi inexistente chino- me dijo que estaba impresionado de esa multifuncionalidad y su intérprete explicó: “los poetas de aquí hacen muchas cosas”; o lo mismo cuando la escritora española Ángela Segovia me decía que era impensable revistas de crítica en la actual Europa donde continuamente los poetas reseñaran o ensayaran sobre sus contemporáneos.

La militancia en los trabajos voluntarios de la poesía es tan rigurosa que a ratos no permite mirar para los lados. ¿Se gana algo con esto? ¿Se vuelve uno millonario? ¿Te puedes comprar una casa? Lo dudo, todos tenemos además otra cosa con la cual sobrevivir. Son estrictamente parte de una formación, de un adiestramiento de una manera de leer y de actuar en el mundo, una especie de Legión Extranjera en medio de un desierto sofocante: cada grano de arena es un no lector. No es que uno se la pase dentro de los libros, sino que son ellos los que impulsan una aventura semejante a la que narran: la vida es demasiado corta como para no intentarlo, al menos eso creo. Para escribir uno necesita muchas veces de una hora de concentración y al menos quince o veinte años de caminatas y vagabundeos para hallar algo relevante que decir, y también para encontrar la respuesta a la gran pregunta: ¿por qué se escribe? ¿es necesario seguir haciéndolo? Parafraseando a Jorge Luis Borges, escribir es otra forma de leer y, al mismo tiempo, una forma de investigar; cuando pienso en esto, se me vienen encima esos treinta años que Gabriela Mistral se surtió de cuanto material botánico, geológico, histórico, etnológico y zoológico halló para desarrollar su magno Poema de Chile, que finalmente quedó inconcluso. Únicamente leyendo comprendemos los procesos internos de una obsesión, únicamente leyendo comprendemos la maquinaria mental de una poética, de una obra en su completitud, sin embargo únicamente explorando el mundo esas palabras leídas y escuchadas comienzan a cuajar.

En fin, estos trabajos voluntarios fueron desarrollados por motu propio y en varias ocasiones ad honorem para diferentes medios de Chile y el extranjero (sobre todo de México y Argentina), corresponden a labores arqueológicas y casi antropológicas en torno a procedimientos de escritura que me parecían significativos, dignos de observar y ensayar con detenimiento. Podría decir que de cada una de estas excavaciones logré extraer una pista reveladora, algo vital para mi propio proceso de escritura y también para el entendimiento de una identidad latinoamericana. De esta manera podría decir que de Enrique Lihn hallé la huella de su compromiso político y los difícil vericuetos de la poesía política; de Cecilia Casanova sus métodos de concentración y corrección hasta la creación de elementos mínimos y sumamente vivos; de Carlos Cociña una manera de relacionarse con los sustratos minerales y la creación de una poética ingenieril; de Elvira Hernández una relación en torno a la ética de la escritura y la dislocación del lenguaje; de Nicanor Parra el largo camino que significa la construcción de una voz propia; de Vicente Huidobro la confianza en la acción y el movimiento; de Raúl Zurita una laboriosidad en torno a los elementos de la identidad geográfica y cultural de una tierra, en la búsqueda de una sanación colectiva; de Gonzalo Millán, entender la escritura como un procedimiento que pareciera objetivo, pero que está íntimamente ligado con un desarrollo personal; de Soledad Fariña y Cecilia Vicuña, una manera de rescatar el habla de las lenguas perdidas y actualizar su dicción y ritos dentro de un mundo cada vez más homogéneo; y así, suma y sigue de textos que tomaron tiempo de anotación, subrayado e inspección, pero también de goce y cuyas motivaciones fueron compartidas con cada uno y una de los asistentes que tuve a diversos talleres, charlas, presentaciones y seminarios en los que participé. Hay algo en estos ensayos que tiene que ver con aquello que decía el irlándes Seamus Heaney: “después de un primer encuentro con la poesía como un extraño hecho de la cultura, al paso de los años se logra interiorizarla hasta que se vuelve, como dicen por ahí, una segunda o arraigada naturaleza”. Esta segunda naturaleza se volvió tal gracias a un desarrollo de la curiosidad: el rastreo en librerías, bibliotecas, colecciones privadas, la asistencia a recitales y, en varios casos, encuentros personales; inevitablemente una página lleva a una referencia, esa referencia a búsquedas y esas búsquedas a viajes, a conversaciones hasta alta horas; por lo tanto en cada lectura hay una complicidad biográfica que siento no se puede dejar de lado, que halla su sentido en el hecho de pensar-enseñar desde fuera una tradición, con los materiales que se hallen a mano, para tender un puente entre la ciudad secreta de la poesía y el o la lectora que desee caminar por sus senderos.   

Los paisajes que acompañaron estas labores fueron los cafés de Buenos Aires, el pasto de la Facultad de Agronomía de la UBA, un asiento del colectivo 110, los trenes entre Limache y Valparaíso, algunas plazas de Guadalajara, buses a la Patagonia de larga duración, el buquebus a Montevideo y un departamento en el barrio República de Santiago; los tiempos: cada minuto libre. Y en cierto sentido también podría agregar: los trabajos voluntarios no se acaban nunca y no creo que esta sea la edición definitiva de este libro, pero sí la primera, si el cosmos y las sucesivas crisis ecológicas y sanitarias lo permiten. A todo esto habría que advertir al lector o lectora de una diferencia entre el número de autoras y autores que se revisan en estas páginas; sucede que paralela a esta reunión de textos, surgió un ensayo larguísimo que escribí en torno al tema del oído, la geografía y la poesía, y en donde se revisan las obras de Gabriela Mistral, Cecilia Vicuña, Violeta Parra, Cecilia Casanova y de otras y otros autores, pero con preeminencia en la relación entre la escucha y la palabra. Siento que Trabajos voluntarios y ese volumen son complementarios y hermanos.

Por último me queda señalar que ninguno de estos acápites tuvo por ánimo lograr un tono o tufo académico: más allá de que me paseé por sus pabellones, supe abandonarlos con prontitud y absorber de ellos lo más útil y, por qué no decirlo, cierto orden o disciplina; estos trabajos tienen más un ánimo divulgativo y están forjados con la intención de acercar al lector un camino por donde leer y leernos, no únicamente con el slogan de “la poesía chilena”, sino de entendernos dentro de un concierto de voces y tradiciones mucho más grande y heterogéneo, macizo, cambiante como la cordillera de los Andes y sus volcanes y glaciares que resisten.

Santiago, 2021.

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