
“Nada de partos, ni infancias ni años ni siquiera meses.
Fue tan sólo un día, uno sólo, el de ayer”.
El relato comenzó un 31 de diciembre con olor a pólvora. En el hotel Brighton, aquel año de 2001, Enrique Vila-Matas pensó en Emar, mientras la costa se iluminaba recibiendo los próximos doce meses del calendario. Pensó en Valparaíso, en los libros de su vida, en otros lejos y en la extraña geografía literaria que Chile presenta al lector usual, después de lo cual empinó el codo y probablemente brindó.
Tiempo después escribió un pequeño artículo donde, como buen europeo, ponía en tela de juicio nuestra transición política y la injusta y postergada revisión a la obra de Álvaro Yañez, un hombre ya calvo y muerto, de quién Juan Emar decidió desprenderse en el parpadeo de uno que otro lector obseso. Sus tomos llamaron la atención de muchos, entre otros de un Neruda que lo tituló como el “Kafka chileno” -con su atrevimiento de costumbre- y el comentario obligado de Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Jorge Teillier y del crítico Ignacio Valente.
Pero la obra de Emar, al igual que los clásicos, pervive por su propio peso, que no deja de ser considerable, más allá de un abultado registro que supera las 5 mil páginas. Como toda gran literatura su caso es el de un hombre que llevó la vida hasta las últimas consecuencias, al borde de desaparecer en su escritura, transformándose en el atractivo personaje de sí mismo. Como nos ha dicho Pedro Lastra, uno de sus más carismáticos lectores, entendemos esta actitud como la de un hombre que intentó “descifrar su vida escribiéndola”[1].
Hijo de Eliodoro Yánez, quien fuera editor del diario La nación y un hombre influyente en la política de principios de siglo en Chile, Álvaro creció en el mutismo de una exacerbada imaginación, para posteriormente abandonarse en el Paris de su amigo Vicente Huidobro. Iniciado en las artes pláticas, escribió sobre Matisse y el grupo nacional “Montparnasse” en un espacio asegurado por su padre, firmando con el nombre de Jean Emar, extraído de la expresión francesa “J’en ai marre”, es decir, “¡Estoy harto!”, o más ciertamente, “¡Estoy hasta las pelotas!”.
Luego de una serie de desaciertos amorosos y de extensas discusiones familiares, cedió a sí mismo para publicar entre 1934 y 1937 los libros “Ayer”, “Miltín”, “Un año” y finalmente “Diez”. Vino así el arrojo, el legendario “Umbral”. “Yo estoy escribiendo, imaginando una ciudad que para mí será ideal, un poco como debería ser el mundo”[2], contaba a sus cercanos, en el seguimiento de una idea digna de los pasajes borgianos, pero que sabía no publicaría en vida. Mucho le había afectado la crítica a su obra anterior, atenida ciegamente a la incomprensión, de la que también fue presa entre otros María Luisa Bombal.
En “Ayer” yacen las claves de una escritura única y personalísima, una obra que superó las vanguardias para llegar a ser Emar. Como el reconocimiento de Vila-Matas, que es el reconocimiento de un idioma a su cultor, de un extranjero a un exiliado en vida, este racimo de palabras no pretende sino indagar, pasearse laberínticamente en una de sus obras más bellas y terminadas, sentar un punto y coma en su lectura, atravesar su umbral.
I
“Termino en Ayer Guillotina y empiezo Zoo”, escribió el 29 de noviembre de 1931 en su diario. Sin duda lo de Emar fue el registro, la notación intermitente de cada minuto. Como la definición del soneto de Dante Gabriel Rosetti logró afirmar que su prosa era un “monumento al momento”. Y “Ayer” se constituye como un solo día, posiblemente no cualquiera, relatado por un narrador en primera persona que no deja de sorprenderse en su revisitación del pasado.
La acción transcurre en San Agustín de Tango, una ciudad imaginaria, recurrente en la obra de Emar, que se la describe de manera locuaz en una nota:
Ciudad de la República de Chile, sobre el río Santa Bárbara, a 32 grados de latitud sur y 73 grados de longitud oeste; 622,708 habitantes. Catedral, basílica y arzobispado. Minas de manganeso en los alrededores.
La voz comienza a recordar un suceso que siempre deseo ver: guillotinar a un individuo. El mentecato era Rudencindo Malleco, un hombre como todos que tuvo la magnífica idea de aconsejar en términos sexuales a sus amigos con la conocida frase: “De lo bueno, poco”. Este reemplazo de cantidad por calidad, instaurado cada quincena, pareció a muchos ciudadanos “escandaloso” y hasta “diabólico” y es así que luego de un largo proceso judicial, y otro engorrosamente eclesiástico, se le declaró culpable al estilo revolucionario. Tras el corte, el cuerpo agitó los brazos y se quejó contra su verdugo, cayó un lado y Juan y su mujer comenzaron a caminar hacia el zoológico.
El transcurso de la narración se articula en estos dos personajes y sus visitas a distintos sitios de la ciudad. Las escenas se siguen unas a otras en una especie de delirio mágico, en donde un avestruz se traga a una leona o se asiste al taller de un pintor que sólo pinta cuadros verdes. La ley de su escritura se forja a sí misma y la imaginación se abre paso en lo “real” con absoluta serenidad. La “lógica surrealista” aflora en una tensión que tiene por puntos el descalabro y la cavilación.
Paso a paso, nos sumergimos en San Agustín de Tango y en Juan. Después de la visita a Rubén de Loa –el pintor, habitante de una extraña pecera- el relato se detiene inextricablemente. Ambos entran sin más razones a una sala de espera. Al lado de Pablo yace un hombre gordo, que inevitablemente se convierte en el centro de la reflexión y en un paseo notable por toda la historia de la filosofía. Intentando definir el gordo en sí, desde su ombligo a la pelusa de su bolsillo, la narración se revuelve:
Desaparezco el bolsillo, el chaleco, panzón, sala, ciudad, Tierra, constelaciones. No queda más que ella, nada más, nada más, nada, nada. Pero entonces, al pensarla [a la pelusa], me siento yo, yo mismo ubicado, y no en el vacío, pues por allí está la pelusa, tiene que estar en un punto vacío, estar con relación a mí.
(…)
Pues bien, esposa de mi corazón, hace un instante caí al abismo de un ombligo, luego al fondo de un bolsillo y ahora me pierdo en el todo, me pierdo deshecho, filtrado a través del cráneo hasta ese todo total. ¿Y el gordo a todo esto? Se escurre el muy canalla. El gordo no es.
El lenguaje se va imbricando, torciendo, acelerando, acertando, retrocediendo, solucionando, dudando. El pasado se hace presente en la conciencia y en el pensamiento se trasponen distintos planos. De un momento a otro el narrador se ve explicando las razones de por qué no ir detrás de un sofá –en una apuesta hecha por la familia- y en esa explicación entra al tema del miedo y del miedo mismo a su ejemplificación en los cementerios y en la negación insistente del terror a los fantasmas, para dar la vuelta y asegurar que no irá detrás del sofá, que no se arriesgará a hallar una terrible y viscosa, morada con patas, una alimaña, y recibir la risa de su madre, padre, hermano y del Ministro del Uruguay. No, no lo hará, es decir, no lo hizo.
El valor de Emar es que supo captar la complejidad de la conciencia y su descentramiento. Lector de lo que se le pasara de frente, reconocemos el paseo de Kant y Descartes en su narración, pero mayormente de Hegel en la descripción del proceso de la autoconciencia; el estudio de la temporalidad de Bergson y del inconciente de Freud. Pero de una u otra forma, su originalidad está en no hacer de su obra un tratado filosófico del cómo se produce la aprehensión de la realidad objetiva por un sujeto, sino de hacer de ello, al mismo tiempo, poesía e ironía prosódica. A esto argumentaba Anguita:
Tiempos simultáneos, desdoblamientos, suspensión de la conciencia individual de un vacío intertemporal y otras experiencias insólitas no las hemos encontrado nunca en otras obras con la autenticidad, originalidad y clarificación que sólo Juan Emar puede ostentar como dueño absoluto[3].
Podemos entender “Ayer” como una fuente de “magdalenas de Proust”. Una palabra tras otra se desciende y se vuelve sobre la ventana, el cine, el parque, el restaurant, pero se duda sobre su existencia, en una comedia de la incertidumbre. El mismo Valente llegó acompararlo con el autor de “En búsqueda del tiempo perdido”, como también con Michaux, lo que sin embargo no agota su talento frente a la tradición. Todo su tratamiento del tiempo es de tal fineza y especial humor que hace que la obra misma no se agote en una mera interpretación o en la secución de un solo tópico, cosa que bien notó Braulio Arenas en un pequeño artículo periodístico:
Agreguemos que esta técnica sería inútil, así como cualquier técnica, si el contenido de la obra no estuviera animado por una gran originalidad y una gran belleza[4].
II
Uno de los puntos altos en la configuración de “Ayer” es el tratamiento de los personajes. Mucho le divertía al poeta Jorge Teillier el nombre de estos –ligados intermitentemente con la geografía nacional- llegando a esgrimir la tesis de que era esta la razón, de que una novela poseyera nombres como Rubén de Loa, Capitán Angol o Doctor Quilpue, que la obra de Emar fuera una lectura pospuesta[5].
Pero más allá de las jugarretas que nos permite la literatura, la apuesta de Emar fue la de difuminar los orígenes visibles de la personalidad y los rasgos esenciales que definen comúnmente a un personaje. Logró sustraerle atributos a unos cuantos, para ganar en la profundidad de otros. En el caso de “Ayer” no sería demente postular que Juan e Inés son uno mismo.
El lector promedio de los años ’30 poco pudo percatarse de este movimiento. Acostumbrado a la planicie de caracteres ofrecida por el criollismo y el mundonovismo, no se había visto asaltado por tal manipulación creativa. En nuestra prosa, hasta Emar, es muy difícil encontrar registros de este atrevimiento, el paso está en el tratamiento del lenguaje hasta la anulación de una de las voces. En realidad, Juan –narrador de lo sucedido ayer– se proyecta como un gran banco de datos recogidos en la exposición a los acontecimientos del día eternamente narrado. En ese banco de datos o gran baúl, se encuentran contenidas cada una de las miradas y sensaciones, cada una de las percepciones desarrolladas a través de los numerosos encuentros a los que asistimos. El relato articulado desde este punto de vista se imbrica y confunde, llegando hacia el final de la obra al interminable repaso y reordenación temporal de las vivencias.
En otras palabras: el desplazamiento que observamos en la elaboración del personaje Juan, fácilmente podemos compararla con una mimesis de los procesos del inconciente. Todo el texto nos da la sensación de vivir dentro de una mente, con un protagonista que apenas responde, salvo como una interrupción abrupta o luego de una desgastadora reflexión. En cambio Inés sólo atiende a afirmar a Juan. Cuando él le dice “¡Basta ya! ¡Vamonos de aquí! ¡Vamos!”, ella responde de igual manera, afirmando exteriormente.
Es un juego de personajes complementarios, de uno interior y de otro que le llama la atención, que le dice que se deje de pensar en el gordo, que lo invita a mirar a través de la ventana. Complementarios y a la vez puestos en contradicción en sus elecciones gastronómicas (como vemos en las escenas del restaurant y la taberna), Inés y Juan aseveran, se cansan y enmudecen a su manera a lo largo de la obra. Pero es sólo este último el que puede vivir el momento culmine de la obra, hablamos de la experiencia mística en el urinario, que este mismo “adentro” o “personaje inconciente” tarda y tarda nuevamente en revelar a Inés, pues sabe que esa experiencia contiene toda su vida y aquél día en cabalidad; hablarle a ella de algo tan personal, tan enterrado en las arenas de la identidad –a la vez que trascendente a ella- se convierte en un suplicio únicamente otorgado en los laberintos del pensamiento.
Contar ayer hacia las últimas páginas se vuelve dolor. La palabra se revuelve al interior sin encontrar asidero en la “realidad”, en lo exterior, en la percepción de Inés. Contar aquella revelación en la que se contienen todos los días de una vida, se hace engorroso, pues toda experiencia se concatena hasta ese momento. Toda experiencia y todo pensamiento, sabe nuestro narrador, desembocan en el resplandor de ese último acto. El solo hecho de pensar narrar lo inefable desdibuja a Juan, lo desaparece. ¿Se dice o no se dice? Hay que recorrerlo todo una y otra vez, hasta el goteo de sí mismo: Todo ayer contiene en sí mismo todos los ayeres.
III
Teillier fue muy pertinente al evocar la pintura de De Chirico al hablar de Emar. Una prosa a medio camino entre el mundo estático y el desborde de la conciencia. Y es que su máquina de escribir poseía esa velocidad extraña de aquel que se redacta a sí mismo, de aquel que transcribe a velocidad de pulsión cada sombra que se pasea al fondo mismo del inconciente, a la vez que medido en su notación, sin palabras de más, a excepción de esas que son vida y obra al mismo tiempo como en “Umbral”.
Si tuviéramos que cometer la desvergüenza de comparar a Emar con algún animal, no sería del todo imprudente señalarlo junto al Okapi. Desconocido ejemplar, pariente próximo de la jirafa, similar a una cebra y habitante de las selvas del Congo. Una de sus particularidades principales es su año de descubrimiento, extrañamente obviado por occidente y el mundo, y datado en 1890. Como Emar es una evolución extraña entre tradición (lo conocido) y la genialidad innata de dibujarse a sí mismo.
Fauna excéntrica, “Ayer” se yergue sobre toda la experimentación de principios de siglo, con la propiedad que sólo el tiempo le puede brindar a una gran obra. Su profundidad es la experiencia ilimitada de la relectura y el ejemplo mismo de que la literatura es la “vivencia de muchas vidas en una sola”. En ese diálogo, sólo cabe la entereza de dejarse llevar y aceptar las reglas que él nos proponga y que rigen estrictamente a sus mundos.
Si de Juan Emar hubiera valido nuestra existencia, de seguro seríamos menos carne, más conciencia y exóticos seres sobrecargados de un irónico humor. Extraña elucubración que al releerse pareciera tomar el cariz de esas verdades evidentes, de esos desnudos de la “verdad” que tanto pudor nos provocan, al límite de posponer y encerrar por largo tiempo esas lecturas que ajan el vestido de la “realidad”. Lo demás es abrir “Ayer” y explorarse.
Por Diego Alfaro Palma
Bibliografía:
Emar, Juan Ayer, Editorial Zig-zag, Santiago, 1935.
Emar, Juan Umbral, Primer Pilar, El globo de cristal, Dibam, Santiago, 1996.
Anguita, Eduardo. La belleza de pensar, Editorial Universitaria, 1988.
Artículos:
Vila-Matas, Enrique “Juan Emar en el país de la polvora”, Las Últimas Noticias, 1 de marzo de 2001.
Arenas, Braulio “Un arte de novelar”, El Mercurio, Santiago, 28 de noviembre de 1979.
Teillier, Jorge “Juan Emar, ese desconocido”, La Nación Santiago, 8 de noviembre de 1967.
Lizama, Patricio “Jean Emar/ Juan Emar: La vanguardia en Chile”, Revista Iberoamericana, n° 168-169, 1994.
Burgos, Fernando “La situación de Juan Emar en la vanguardia”, Revista Mapocho, n° 52, 1995.
Emar, Juan “Con Vicente Huidobro, 1925”, La Nación, Santiago, 29 de abril de 1925.
[1] Emar, Juan Umbral, Primer Pilar, El globo de cristal, Dibam, Santiago, 1996. Pág. XV.
[2] Ibidem. Pág. XXIII.
[3] Anguita, Eduardo. La belleza de pensar, Editorial Universitaria, 1988. Pág. 37.
[4] Arenas, Braulio “Un arte de novelar”, El Mercurio, Santiago, 28 de noviembre de 1979. Pág. E2.
[5] Teillier, Jorge “Juan Emar, ese desconocido”, La Nación Santiago, 8 de noviembre de 1967. Pág. 5.