Nuestra parte de noche

Nos quedamos cuidando una casa. Tenía un inmenso jardín lleno de árboles y plantas de todo tipo, un gran ginkgo con sus hojas amarillas en el centro. A un costado, una puerta para adentrarse en el campo, precisamente a plantaciones de lechuga y albahaca. La verdad es que no teníamos que hacer mucho, salvo darle de comer a la cuadrúpeda dueña y señora de la casa, dejar las luces encendidas y mantener la bosca con los leños ardiendo, que creo que fue la mejor parte, ya que alimentó mi profunda piromanía. Pensé en un momento en “El resplandor”, pero lo cierto es que yo no tenía nada que escribir, así que loco no me iba a volver (no más), eran tan sólo cuatro días y la casa -por lo que sabía- no estaba entablada sobre un cementerio indio. Iba a descansar. En el último tiempo terminé de escribir dos libros que me dejaron exhausto, más los efectos colaterales que viene acumulando la pandemia y el trabajo en la distribuidora; además surgió un proyecto de guiones sobre poesía para la TV y uff… Así que para alejarme de esas labores llevé conmigo un bodoque: “Nuestra parte de noche” de Mariana Enríquez. Me senté junto a la bosca y leí y leí y leí. Se me había olvidado que me gustaban tanto las novelas inmensas. Una de mis favoritas es “El Rojo y el Negro” de Stendhal. Otra, “Moby Dick”. Es maravilloso que un libro genere esa sensación, la de zambullirse. Cuatro días viví en una casa que no conocía y cuatro días viví dentro de una novela sumamente oscura e intensa: ocultismo puro y duro, una prosa elegante, zafada, siempre sorprendente. La historia de un padre y un hijo, de las herencias. De fondo el paisaje del Iguazú, Corrientes, los barrios de Buenos Aires y La Plata. El culto a los santos populares, San La Muerte y San Güesito. La oscuridad, la profunda y hambrienta oscuridad; el paradero de los que desaparecen; las obsesiones de una escritora: el rock, las drogas alucinógenas, el Londres de fines de los ‘60. Una casa que está viva y un bosque en el habitan las leyes del tarot. Cuerpos destrozados. La poesía de Keats y de Emily Dickinson. Los brujos de Chiloé. Pasé luego una semana más leyendo, yendo y viniendo de las páginas, en cualquier tiempo libre. La obsesión de la escritora se volvió mi obsesión. Y entonces, cuando me acercaba al final vi una imagen en mi cabeza: un hombre ciego sentado en una sala escucha a alguien que lee en voz alta. Ese hombre es Borges y estoy seguro que esta novela le hubiera encantado.

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