Baudelaire

Una vez encontré un libro en una mesa de saldos que decía que los tres anticristos de nuestra época eran tres Carlos: Darwin, Marx y Baudelaire. Por años pensé qué diablos hacía ahí el poeta, porque mucho mal no le había hecho a nadie, salvo a sus arrendatarios: el Carlos Baudelaire era un conocido escapista de la rentas, un modelo a seguir. Ahora, Darwin y Marx quizás les molesten más a los terraplanistas y la gente que cree a pie juntillas en el relato del Génesis… Así, dentro de lo que se hizo en el siglo XIX, Baudelaire es una especie de camión tolva: me van a perdonar, pero yo lo quiero más que al loquito de Rimbaud y sus secuaces. Para explicar esto, contaré otra anécdota: años atrás, un amigo cineasta me preguntó qué libro había que filmar. Yo le pedí un poco de tiempo. Y de pronto me iluminé: Las flores del mal.

No tengo idea si eso ya se hizo, pero el verdadero desafío sería hacer una película a partir de un libro así, que cruce los versos de “Los siete viejos” con “A una que pasa” o el famoso “Albatros”. ¿Y “La giganta”? También. ¿Y “El viaje”? Obviamente. Ahora, ¿cómo se puede filmar eso? ¿cómo filmar un verso que diga “París cambia, pero nada en mi melancolía ha cambiado / […] y mis recuerdos son más pesados que las rocas”? No lo sé, pero lo que sí sé, es que quizás este poeta sin saberlo inventó el cine: este Carlos es pura imagen en movimiento, escena, detalle, zoom in, zoom out, travelling. A mí Baudelaire me voló la cabeza mil ciento cincuenta veces. Las flores del mal fue uno de los primeros libros que compré, en una edición tan pirata que si le caía una gota de agua se desvanecía; hasta la luz de la Luna la dañaba. Así las cosas, en el tren, en la micro, o a donde fuera llevaba sus poemas: fue descubrir un continente. ¿Poeta maldito? Detesto ese término, es para los mediocres; Baudelaire era un arquitecto del espíritu. ¿Lo leyeron en francés? Ojo, que yo tuve francés dos años en el colegio y nada más, y aún así fue un lujo ver cómo diablos el tipo manejaba la métrica, cómo diablos desbarrancaba un alejandrino y hacía caer el hemistiquio en palabras como “Iglesia”, “Justicia”, “Espíritu”. Baudelaire es a la poesía moderna lo que fue Darwin para la ciencia, Marx a las humanidades y Freud al inquilino que vive en nuestro interior. Baudelaire fue un revolucionario con un librazo contundente y malévolo para las autoridades de su época, para el orden moral de un siglo; fue un adelantado en las teorías del arte y el uso del color; un vengador del relato corto y del poema en prosa; un hijo de mamá que hizo lo que quiso con su vida, enamorado de la hermosa Jeanne Duval, exiliado, enemistado a muerte con las autoridades de gobierno y los representantes de la religión. Baudelaire, en el corazón, nunca abandonó París e inventó en ella la primera ciudad moderna: nos enseñó a emborracharnos, a enamorarnos de una que pasa y a ver en un cisne envuelto en barro un drama mitológico.

El Carlos, el Baudelaire, mi semejante, mi hermano.

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