Nosotros, los anarquistas

8/11/19

Salimos, hacemos dedo, alguien para, “buenas tardes, compañero ¿para dónde va?”; nos abren las puertas y subimos dos, tres, conversamos, damos las gracias. En otras ocasiones hacemos parar un bus y levantamos la voz para decir “hermano, ¿nos lleva?” y pasamos obreros, estudiantes, profesionales y ancianos, no hay diferencia entre nosotros; ya arriba uno me pregunta “¿de dónde viene caminando?” y el fluir de las palabras nos lleva a la contingencia y a darnos la mano con un grito al bajar “¡hasta la victoria, siempre!”. Así somos, los anarquistas.

Nos juntamos en espacios amplios o estrechos, en casas, en centros culturales, librerías, organizamos y participamos de las asambleas. Se discuten procedimientos sobre un cambio en las reglas del juego. Se discute: unión vecinal, seguridad y acciones contra la represión de carabineros. Se discute: bases del sistema neoliberal, cómo nos afecta, cómo nos ha carcomido por dentro, cómo es la vida en otras partes del mundo, qué es lo que merecemos. Se alzan manos, ninguna pregunta es más inteligente que las otras, hay consensos, se liman asperezas. Así nos reunimos, los anarquistas.

Estamos en las calles, con lienzos, con banderas negras con una estrella blanca. Creemos en el sustrato de nuestra tierra, honramos el valor de nuestros ancestros portando banderas mapuches. “A mil la bandera”, gritan, “dos pañuelos a quinientos”. En comunidades, en gremios marchamos, en comunidades y en gremios queremos contribuir a la construcción de una nueva sociedad. A una librería entra un profesor de Punta Arenas, lleva 4 libros sobre asambleísmo: “Los llevo para discutirlos con mis vecinos y con mis alumnos, hay que fijarnos en el cómo, eso es muy importante para que nadie se reste, para que haya verdadera representación”. En su gran mayoría despreciamos completamente la intromisión de fuerzas políticas clásicas, ante todo de los partidos políticos y sus visiones verticalistas; en la brisa que pasa todos abogamos por horizontalidad. “Esto lo construimos todos o no se construye” grita un jubilado en el Paseo Ahumada, el mismo lugar donde el poeta Enrique Lihn proclamó en plena dictadura su “desencanto general”.

Nuestras armas son las ollas, nuevas o viejas, en donde alimentamos a nuestras familias. Eso hacemos los anarquistas. Somos el gran enemigo de un tirano piscópata que detesta la alteración de la “normalidad” en la que estábamos sumergidos. Ante su eclosión psíquica, las brigadas de artistas intervienen las paredes con el rostro del perro Matapacos, ícono, emblema y mascota de nuestra unidad: un quiltro, un animal de la calle que ladra y muerde al poder sin una pizca de miedo. Pero nos han detenido, nos han golpeado con carabinas, nos torturado y desparecido, nos han asesinado ¡Nos han asesinado! Y el rostro de cada uno de los caídos puebla las calles; cerca de casa un muro los sostiene en toda su extensión; un vecino, un señor de edad, cargando un carro lleno de cosas me dice “estos son los muertos del terrorismo del estado; todos ellos murieron por unos mugrientos pesos”; él se queda ahí, contemplándolos como si fueran sus nietos y otros encienden velas en las veredas de todas las ciudades.

La primavera del anarquismo es intensa y llena de hélices, de sirenas que cantan, de medios y enteros a los que nadie cree, de bocinazos, de gases tóxicos arrojados día y noche sobre las poblaciones. Pero tenemos otra arma ante ello: la antipoesía, no la de Nicanor Parra, sino la que siempre estuvo, con su sin respeto, con su posibilidad de ironizar todo, con los carteles que claman “son tantas cosas que no sé qué poner”. En los bares algunos llaman a beber a una cerveza y a dar un salud al grito de “¡Piñera conchadesumadre!”; las farmacias ofrecen el famoso mentolatum, ungüento con el que la policía justificó un video en que algunos de los suyos eran mostrados inhalado cocaína. La antipoesía se ríe de una alcaldesa que corre frente a la televisión con memes infinitos, se ríe de los intentos desesperados de la ultraderecha de formar movimientos de choque que defiendan sus privilegios de clase. La antipoesía se ríe del hackeo de Anonymous al sistema de carabineros; queda en evidencia que durante años han perseguido cientos de actores sociales, pero jamás a un narcotraficante.

De la saga «Cecilia Morel y los alienígenas» viene también Man in Black con privilegios.

Algunos de nuestros anarquista creen en la acción directa, en el ataque decidido a las estructuras simbólicas del poder: vandalizar bancos, romper farmacias, apedrear oficinas privadas de pensiones y edificios corporativos, y también a monumentos, como el huracán humano que arrasó con el memorial al teórico de la dictadura y su sistema político y económico: Jaime Guzmán. Pero como dijo una psiquiatra interpelada en plena calle por un periodista: “sé la situación, el saqueo que viene de años y de cómo le han robado al pueblo de Chile; por supuesto que no valido la violencia […] pero han sido muchos años de abusar de la gente. No avalo la violencia, pero la entiendo. Y el antisocial que nos está gobernando es el más antisocial de todos. No empatiza, no escucha, miles de personas le están diciendo por favor haz cambios, ayuda a la gente. Él se está rifando este país”.

Piñera cree que con más apriete apagará esta llama anarquista, pero los gremios están ahí para cortar los accesos a la capital y a las ciudades grandes; los camioneros, los portuarios, agricultores, médicos y enfermeros que defienden a sus pacientes del desabastecimiento del servicio público, profesores que se interponen a la policía para que no baleen otro liceo como el Liceo 7 de niñas, cobardemente atacado. Piñera cree que con apriete esta barricada se va a apagar, pero la insurgencia llegó para quedarse con sus gritos: ¡Piñera escucha, ándate a la chucha!”, “¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!” “Vecino, escucha, únete a la lucha!”

En fin, somos y no somos los anarquistas. Lo somos en el encanto del trabajo comunitario, en la colectivización de confiar en nuestros almacenes de la esquina, al momento de darnos una mano, de organizarnos como en los viejos ateneos de principios de siglo XX donde se jugaba la formación política y ética del pueblo. No somos anarquista porque aún pagamos cada mes las deudas que nos persiguen, las tarjetas de crédito que abundan, los altos alquileres y servicios, los intereses de los intereses, imponemos a las AFP y nuestras jubilaciones y sueldos resultan escuálidos, por más que el gobierno y el congreso realicen reformas a todo vapor (y con letra chica). Esta es nuestra duplicidad de mezclar hoy la lucha, el pan, el amor, el dolor y la deuda, el débito y la ira contra el actuar desmedido de la policía, la ira contra la estupidez de nuestros representantes, pero la confianza en que la bandera negra y su poesía se quedarán aquí plantadas por un buen tiempo.

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