Cecilia Morel y los alienígenas en vivo

25/10/19

En su última carta antes de ser ejecutada María Antonieta dice declararse inocente, tranquila “como lo está uno cuando no tiene nada que reprocharle a su conciencia”. Esto me lo recordó mi amigo Horacio Esber desde Buenos Aires, cuando me instó a no desechar las declaraciones filtradas de la primera dama, Cecilia Morel: “escuchalas bien, analizá su discurso: ahí tenés a alguien que no cuestiona la legitimidad de sus privilegios, que se pone sobre los demás, que se considera de otra clase de ser humano: tal como pasa con la esclavitud o como pasó en la conquista de América donde los indígenas eran considerados “seres sin alma”. Pensalo bien, dale una vuelta”.  La misma Morel dice en el audio sentirse ante una “invasión alienígena” y en donde la clase gobernante “no tiene las herramientas para combatirla”, por lo que la “gente de buena voluntad” deberá disminuir sus “privilegios y compartir con los demás”, como en un especie de gran acto solidario intergaláctico. Ayer, esos alienígenas que estaban sueltos, llegaron a sumar más de un millón en las calles, en la marcha más multitudinaria que haya atravesado Santiago y que, sumando a las regiones, deja una marca del tamaño de Chile en cualquier libro de historia.

¿Pero a qué se dedican los alienígenas? ¿Qué exigen, qué es lo que cantan? Para empezar, la mayoría de estas fuerzas viven con un sueldo que no se corresponde con la realidad, con los costos de la realidad en este planeta. Alegan que la constitución que los reúne proviene de tiempos dictatoriales y que no asegura un estado de bienestar ni nada parecido, sino un extractivismo a mansalva, pocas defensas para los trabajadores, un desentendimiento del estado respecto a lo público, en fin, un abandono. También gritan al cielo con sus trutrucas y cornetas al paso de los helicópteros de la policía y de los militares; estos alienígenas están más que superados con las continuas violaciones a los derechos humanos que han ocurrido en este falso “estado de emergencia”, en donde sin legitimidad alguna se ha secuestrado, se ha acosado, se ha golpeado y se ha asesinado: las fuerzas armadas de este país no han aprendido absolutamente nada desde 1973, absolutamente nada, mientras los medios difunden el encarcelamiento de un conscripto se negó a participar de esta cacería. En fin, señora Cecilia Morel, venga, acérquese, porque la palabra que más va a ver y escuchar es “dignidad” y eso es algo que su clase y los partidos de todos los colores le han perdido el rastro, como quien mira fijamente a una estrella y luego la pierde al pasar de una nube.

Yo me uní como un alienígena más a la salida del trabajo, como muchos luego de sacarse la camisa o la blusa y ponerse unas zapatillas más cómodas. Desde Manuel Montt se podían ver esas masas de oficinistas, jóvenes, ancianos llegar desde todas partes de la ciudad, bajándose desde las antiguas naves espaciales del transporte público o desde las habilatadas estaciones de metro. En el camino había poemas visuales pegados, banderas negras de Chile, una gran pizarra donde cada uno escribía su deseo de mundo y una extraña sesión de electrónica a la que uno que marchaba gritó: “¡esto no es nada una fiesta, cuicos culiados!” y ahí varios explotaron en aplausos al tiempo que las barras del Colo-Colo, de la Universidad de Chile y de la Universidad Católica se mezclaban gritando a un solo pulmón. Nunca se vieron tantos lienzos mapuches, tantos en algarabía y en unidad, las estatuas de bronce tomadas hasta la última oreja de los caballos, ventas de sandía, choripanes, agua, limones, chocolates, tabaco y al rubro de la salud con sus delantales no tan blancos tras semanas de marchar contra el desvalijamiento de los hospitales y la reducción de los presupuestos –en todos estos días vi a mi hermana salir orgullosa de su profesión levantando esa misma pancarta. Un poco más allá los profesores con su ropa gastada, sus lentes grandes y su energía inagotable, a unos metros los artistas callejeros interviniendo los muros, los guitarristas afuera de la Biblioteca Nacional cantando “El derecho de vivir en paz”, quizás la canción más escuchada en las radios. Todo el Parque Forestal era un continuo interplanetario de gremios, asociaciones civiles, de ciudadanos gritándole al presidente su ineptitud, a los partidos su pésima comprensión lectora de la contingencia: exigiendo la devolución de la libertad y la construcción de una dignidad urgente.

Luego de separarme de unos conocidos afuera de la librería Qué Leo que da al parque, seguí mi caminata hacia la Alameda, viendo a las feministas sobre las paradas de micro, a señoras que portaban un cartel que decía “me cansé de esperar los tiempos mejores”, junto a una muchacha hermosísima que salió en su sillas de ruedas hasta el centro de la ciudad, acompañados todos por los motociclistas que impedían el paso de la policía y un gran manto con los colores de la bandera que decía “No estamos en guerra”. Vi a alienígenas disfrazarse de alienígenas, a madres con sus coches, a niñas vestidas de princesa, a los otaku, a la gran compañía de Ballet Nacional en el Paseo Bulnes bailando poemas de Gonzalo Rojas, de Violeta Parra y de Pablo Neruda; vi a unos muchachos recitar “El canto a su amor desaparecido” de Raúl Zurita, versos de “La ciudad” de Gonzalo Millán, fotos en homenaje a la consecuencia política de Gladys Marín, un intocado mosaico que celebra a Pedro Lemebel, a taxistas levantar las manos, a Los Jaivas caminar con el aplauso público, a las barras haciendo de esto algo parecido a la toma de la Bastilla, al tiempo que en Valparaíso se reprimía con la misma furia de todos los días, cerca y lejos del Congreso: la unanimidad de que en este país se pasa a llevar el estado de derecho.

Esta desobediencia civil ha presionado más de lo habitual a esta élite que defiende a regañadientes su origen y sus bienes adquiridos por ese mismo origen. Desde el Palacio de la Moneda se ve a un cada vez más avejentado Piñera intentando poner la oreja en la tierra, pero imposibilitado de restringir su propia interferencia mental. En el congreso –más allá de la aprobación de algunas leyes necesarias, pero no todavía contundentes- se ve un gallinero que tiene una agenda acaloradísima y llena de plumas: desde la fascista Camila Flores a los desplumados del Frente Amplio, el temor ante los alienígenas es inminente. Por eso es que esta marcha, la más grande de todas las marchas, no tuvo otra bandera sino la de una primavera negra, una primavera que tiene que ser un motor para la reconstrucción de un tejido social, una obligación a trabajar más por estas demandas, por lograr una nueva manera de tratarnos: ahora pareciera que todos nos saludamos, que nos damos la mano, que hablamos en el transporte público, que estamos ante un florecer de la política, en este país donde antes todos éramos unos extraños, unos extraños venidos de la más blanca de las estrellas.

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