Un texto sobre Luis Hernández en la revista Vox Horrísona

Sin título

Los cromáticos yates
Por Diego Alfaro Palma

 

Yo no sé si esa prisa que alcanzaste
En tu duro golpear en la fatiga
Tenga un término de paz o de deseo

Acuario, LH

 

Fue en el Parque Lezama, a varias cuadras y cuadras de aquí donde le sacaron las últimas fotos.  Usaba una camisa blanca de cuello ancho, pantalones también blancos y anchos y lo cubría una chaqueta negra. El pelo desordenado, la cara distinta, menos sonriente que de costumbre. Posa junto a una escultura de Apolo, es agosto de 1977, Buenos Aires, hay poca luz. Es una de sus últimas fotos y se alcanza a distinguir un cuaderno en su mano. Probablemente es uno de los cuarenta y tantos que dejó repartidos entre sus amigos. Luis Hernández era una especie de poeta en estado puro que como tantos desapareció sin dejar muchos datos. Vivo en la misma ciudad donde el vivió y apareció muerto y cada vez que paso por fuera del Parque Lezama me acuerdo de él, me pregunto cómo se trae de vuelta la experiencia de todo un hombre, cómo se recupera o se arma una poesía que quedó inconclusa.

Para tratar de armar ese rompecabezas me comuniqué con el académico peruano Edgar O’Hara que por esas cosas ya antes nos habíamos escrito por un tema de revistas. Él está en Seattle en la Universidad de Washington y ha dedicado gran parte de su labor a la recuperación de la obra de LH. Le pregunto por los derechos del autor, quién los posee, a dónde fueron a parar. Le cuento de un ensayo que encontré en Los manes y desmanes de la Neovanguardia publicado por la UBA. Me responde rapidísimo, con algarabía y con mucho humor: “te podría mandar un folleto sobre LH que no encontrarás ni en el cementerio de El Ángel… Mándame la dirección de tu casa”. En cosa de unas semanas llega hasta mí “El canto del caleidoscopio [hacia el archivo de Luis Hernández]” y un apartado de la revista Lienzo de la Universidad de Lima con el título “Treinta años de misterios y de poesía intacta (Ele Hache, 1977-2007)”.

El segundo de estos folletos llamó poderosamente mi atención, ya que O’Hara dejaba un tanto de lado el objetivismo de la academia para hundirse en una búsqueda de detective sobre los últimos días del poeta: “¿Qué podía hacer Luis Hernández en Buenos Aires?”. Y es verdad, qué hacía un poeta peruano que había estudiado medicina en Lima, que había ya publicado tres poemarios Orilla (1961), Charlie Melnick (1962) y Las constelaciones (1965) y que había renunciado a seguir editando. Es una pregunta inquietante y hay que insistir: qué hacía LH con 36 años yendo a vivir a un país donde hace un par de meses había ocurrido un golpe militar extremadamente sangriento. Aunque muchos de sus conocidos aluden la continuación de un tratamiento psiquiátrico, el hecho no pierde extrañeza.

No indagaré mayormente en las situaciones que lo llevaron a la muerte, pero un año después de esta Nicolás Yerovi logró publicar el último encargo de LH. Al parecer su inestabilidad lo había llevado a dejar en manos de este tercero y conocido parte de sus cuadernos y poemas para la creación de Vox horrísona, su libro final, cosa también extraña porque la participación del autor sólo quedaba en la escritura, pero jamás en un atisbo de orden o señalamiento de la forma final de esta. Vox Horrísona se hace a partir de un grupo de cuadernos con los que Yerovi trabaja y con los que logra dar una vía a ese libro que hoy es materia de culto y debate.

Casi veinte años después el mismo Edgar O’Hara recuperaría cada uno de esos cuadernos para crear el archivo LH en la universidad de Washington. Lo particular de todo esto es la estructura (si es que la hay) y el armado de cada uno de estos. Ahí te encuentras con versos escritos con distintos colores y tipografías, dibujos casi infantiles de conchas de mar, flores o cangrejos (por nombrar algunos, también collages), alusiones a variadas tradiciones poéticas, versiones de versiones de poemas, versos en español y versos en inglés. Pero ante todo el color. Entonces uno se conmueve y piensa en la potencia de la escritura, en la perseverancia de la poesía. ¿Habrá sido eso que llevaba en la mano, en la foto del Parque Lezama, otro cuaderno, uno de letras azules o anaranjadas?

Ya cuando uno se envuelve en este universo empieza a encontrar otros trabajos en donde se van repitiendo los nombres de los investigadores y poetas (como Mirko Lauer, Roger Santibáñez, Rafael Romero, su biógrafo) y sobre todo el de O’Hara y el de Herman Schwarz. En La soñada coherencia ambos transcriben uno de estos cuadernos para hacerlo público. Este ejemplar es una especie de balance emocional frente a la playa, con Chopin de fondo, veleros pasando, poesía francesa y ante todo una musicalidad interna. Me lo acercó mi amigo el poeta Raúl Berg Vargas, quien debe ser el único o uno de esos pocos limeños o incluso ciudadanos de Buenos Aires que posee este libro. Con él justamente conversé sobre esa forma: da la impresión de que cada verso poseyera un color y que ese color a su vez remite a una nota o una intención rítmica. Dando vueltas las hojas aparece entonces esa suite llamada “Chanson d’amour: Los cromáticos yates”:

 

Los cromáticos yates

Surcan el mar azul

Azul prusia

De La Herradura

 

Los cromáticos días

Cuando fuimos niños

Tienen el esplendor

De todos los Veranos

Reunidos en una simple

Calma, cuando atardece.

 

La clara flor de la brisa

Presta al tiempo

Su canto alado

 

La dicha de las playas

Olvidadas; la dicha

De las playas que advienen

Al recuerdo llevan

 

El frescor de los paisajes

Que cruzando tus limpios

Ojos vuelven a mí

Con la plenitud

De lo amado y cubren

 

La Estación esperada

De tu sonrisa.

 

Y así, de ti vistos

Los cromáticos yates

Las playas recobradas

Permiten en mi ser

La Aurora y una existencia

Que sin ti no fuera.

 

Tal cual, vaivenes sentimentales, está claro que LH nos dice detente en el “Verano” y su mayúscula, en la “Estación”, en la “Aurora”, detente en esas palabras, detente también cuando corta el verso, porque cada verso es una ola y cada estrofa el movimiento de una mano que piensa y armoniza. En comparación con otros poemas de él este trae una sensación de calma, de ausencia completa de la ciudad y su ruido incesante. Está el poeta solo y sentado con su cuaderno y ese cuaderno es un fin en sí mismo: “EL MAR es la más torpe imagen del hombre / Es la imagen de su amor primero / Y por tanto aborrecible / Y es espejo del lecho / Donde al fin podrá estar solo”.

Junto a mí también está una antología de Javier Heraud que Raúl me regaló. Coincidentemente con LH había formado una amistad, coincidentemente ambas vidas se esfuman en su más alto proceso creativo. Es esa generación latinoamericana que como pocas nos dio obras inconclusas y exilios increíbles. Hasta ahora poco se sabe en Buenos Aires de que pasó, en uno sus momentos más turbulentos, un poeta y que apareció muerto en un lugar llamado Santos Lugares; poco, nada se sabe. Las fotos están para evidenciarlo y una obra reuniéndose mediante esfuerzos largos y una poesía a la que quizás estábamos vedados de leer. Quizás eso también lo había escrito su amigo Heraud en otro lado, en “Poemas del desencanto o poemas contra el verano”, en donde escribe algo que acaso es un destino común:

 

No se puede pasear

por las arenas

si existen caracoles

opresores y arañas

submarinas.

Y sin embargo,

caminando un poco,

volteando hacia la izquierda,

se llega a las montañas

y a los ríos.

No es que yo quiera

alejarme de la vida,

sino que tengo

que acercarme hacia la muerte.

 

 

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