El emperdedor

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Vamos caminando, la cosa es que vamos caminando y vemos a ese hombre, asomado hacia la calle, vestido común y corriente, pero sobre su camisa a cuadros, arremangada en los puños, un delantal. ¿Frente a él qué? Todo tipo de frutas y verduras que pronto nos empieza a mostrar, también frascos con especias. Linda verdulería, realmente linda, como si alguien tomara la entrada de su casa, sus ahorros, sus cajones, todo lo que lo obligaron a hacer y, de pronto, a pura fuerza de voluntad se convirtiera en el verdulero del barrio, por puro placer de pesar peras, por puro gusto de abandonar las oficinas, por simplemente vivir la belleza de envolver en una bolsa medio kilo de tomates. El hombre, se nota, es feliz. Es ante todo un emperdedor, alguien que prefiere apostarlo todo a un proyecto que sabe perdido. Es posible que toda la vida le hayan dicho que para qué otra verdulería más, que para qué sacrificar un empleo rutinario, una jubilación por perejil, duraznos de estación. A la mierda, un emperdedor ya no tiene nada más que perder, porque entiende que esto es un paso y a final de cuentas, quiéranlo o no los tontos graves, hay que hacer lo que a uno lo obsesiona.

Veo otro caso. Otro hombre de mediana edad, un poco más joven que el anterior, posiblemente diseñador o publicista. Pone su propia bicicleteria, con sus propios diseños y canastitos de cajas de vino como portaequipaje. Nos recibe amablemente y en su cara algo parecido al amor, a cuando uno anda distribuyendo corazones en las veredas; nos habla de manera impetuosa, de su fascinación por las ruedas, por las bocinas de metal, por sus prototipos. Hace lo que a fin de cuentas lo convierte en un bicicletero conocido, apasionado por los colores pastel. Ya es la hora de cerrar, pero se mantiene ahí, en ese estado de pedaleo constante en un día de sol.

Se nos ha acostumbrado a creer que cualquier impulso, cualquier labor que ocupe nuestro tiempo es medible y transportable a una épica personal, a la épica del hacer dinero. Comúnmente se oye en los cafés a las personas hablando de la posibilidad de incrementar un capital y de llevar a cabo un emprendimiento, un lugar seguro y plácido desde el cual, luego de una inversión dolorosa, viene un flujo de dinero imparable; una ducha de dólares. Conozco a mucha gente así, a demasiados que teniendo un minuto de ocio se desbordan y caen prontamente en el control del televisor o en el alcohol. El emperdedor no es de esa clase, se ocupa, es un laburador, una máquina imparable de trabajarse a sí mismo, de formarse, de preocuparse o de generar una idea o un espacio no lucrativo, pero que le quita el sueño, lo vive y lo desvive, lo enloquece. El emperdedor sabe igualmente que la meta no es ni el éxito ni la fortuna, incluso es posible que su meta no tenga una forma definitiva o material, incluso es posible que no exista, que nunca la haya imaginado concretamente, se goza en el proceso, es un artista del detalle, un incapaz a la hora de anteponer las divisas a la humanidad.

Ante él no hay épica, ni tampoco drama, ni una pizca de lirismo, ante todo no hay miedo. De algún modo se conoce, antes ya las ha visto feas, conoce el hambre, la angustia, la alienación del mercado. Un emperdedor es quien lleva a cabo un oficio por el mero hecho de que lo colma, de que lo hace como si estuviera jugando, poniendo sus propias reglas. He conocido también a tapizadores, libreros, traductores, ceramistas, organilleros, pasteleros, artistas visuales, anticuarios, geriatras, cultivadores de caracoles, artesanos, lutieres, profesores de física, editores, etc. de este tipo y en todo ellos he visto esa locura placentera, ese decir “no cambiaría por nada lo que hoy hago”. No necesitan títulos, ni seminarios, ni especializaciones, sí conversar y mucho, poner las manos en la masa, equivocarse y reírse, equivocarse y llorar, equivocarse por equivocarse, por llevar la contra, por no servirse de la estupidez del miedoso o el rencoroso, de ese que siempre le pregunta cómo vas vivir así, de qué, ¡a la mierda!, dirá fuerte el emperdedor, de aquí para atrás no hay nada y todo que perder.

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