Por Diego Alfaro Palma
[Leído en Agosto de 2007, El Observatorio de Lastarria]
Una bandada alza el vuelo para cobijarse en la blanca superficie de una hoja. En esa pureza total, anterior a toda palabra, uno a uno van emprendiendo el viaje o posándose en desconocidos aleros. Sólo uno cobijado por la tibia mano de quien compondrá aquel primer trazo, la primera nota de aquella partitura, permanece con sus alas abiertas quizás por siempre en el poema. Los otros probablemente regresarán más tarde que temprano, tras correr una cortina, en un piar bajo la lluvia o tal vez en el recuerdo de una plaza italiana.
El poeta norteamericano Archivald Mcleish decía “un poema ha de ser, sin palabras/ como vuelo de pájaros”, y la poesía de Cecilia Casanova goza de esa levedad, de una condensación en la que el poema recogido sobre sí mismo, en su silenciarse, nos habla de esos instantes fugaces, de esos juegos del sol, que se estampan como una tarjeta postal en pequeños fragmentos de eternidad.
Y su poesía no escapa a su vida misma, esos instantes vividos o imaginarios, retratados a través del lenguaje del día a día, son -y no pueden sino serlo- medidas cucharadas de su esencia. Estando entre las cosas, entre la memoria y el duro oficio de observar, Cecilia ha logrado plasmar una poesía de una sencilla complejidad, de una engañosa brevedad que colma sin darnos cuenta los minutos que se deshojan de sus libros.
Pareciera que estar con ella, con sus cuadros, flotando en sus palabras no fuera más que otra composición, un poema en donde jarrones y sillas hablan, se reconocen y nos presentan esas imágenes que permanecen suspendidas en la memoria. Porque tras su lectura uno no puede quedar incólume ante la escena de una lobelia azul en un día nublado o la de una fuente que se adelanta a la pena, porque como ella dice “la poesía transfigura las cosas”, las desempolva, las abraza y las vuelve a posar sobre el calendario de nuestra rutina. Y no podemos sino ceder, como ella cedió una coma a Adolfo Couve o una corrección a Enrique Lihn, ante esa maravilla que es volver a habitar el mundo desde la palabra.
Y si se ha escrito y si se ha cincelado o como ella dice “pasado por cloro” el poema es porque la vida no es sino un gran álbum de fotografías, tras el cual, escondámonos o no, surge esa verdad inhóspita: “porque tenemos mucho que decir/ Callamos de una manera torpe”. Una torpeza que nos podemos permitir, porque entre la palabra y el hombre se abre esa herida de insuficiencia, esa herida que nos permite rozar la mano de otro, alcanzarlo, volver a ser esos niños que se sorprendían hasta por el mínimo gesto.
