En la nota biográfica de Roberto Bolaño que aparece en mi edición pirata de Una novelita lumpen dice: “Roberto Bolaño / Chileno apátrida”. Esa nota me hace sonreír, tomo mis cosas y calculo el tiempo exacto para alcanzar a detenerme en esta plaza de calle Serrano antes de entrar al trabajo. Algunos dirán, como Vitoco López, que la edición de tapas rojas y papel bond de 75 grs. no fue realmente impresa en un taller de Buenos Aires, sino que en Montevideo, Uruguay. Mientras avanzo me percato que un hombre se siente invadido por mi persona; camino detrás de él a paso calmo, sin querer adelantarlo. Me mira varias veces, quizás para comprobar que no soy ninguno de esos que andan siguiendo a la gente por cuadras y cuadras solo por diversión o afán de coleccionista. Hace unos días le confesé a Claudia que suelo hacer este tipo de cosas. Estábamos frente al ventanal donde termina el pasillo del piso 18 de un viejo hotel de calle Corrientes y mirábamos las luces de los departamentos prenderse y apagarse como por arte de una ingeniería desconocida. Ella se rió un tanto nerviosa y yo también y luego seguimos mirando ese espectáculo. Y aunque no me puedo despegar de esas imágenes, ahora que estoy sentado en un banco un viejo le pregunta a un joven la hora. Las 12 menos 20. El joven estaciona su bicicleta y saca de un canasto dos maceteros que riega con extremo cuidado. Paul Auster decía en un ensayo que la mejor forma de entablar una conversación con un extraño es imponiendo el tema del tiempo: “El tiempo es el gran igualador. Nadie puede con él… no hace distinción alguna. Cuando llueve sobre mí también llueve sobre ti”. Y pienso que han pasado casi 10 años desde que Guido Arroyo me mostrara un librito hecho a base de postales sobre Bolaño, un homenaje póstumo que me hizo preguntarme por el que yo escribiera, porque todos escribimos algo el día o al mes o al año de que muriera, aunque recién lo estuviéramos leyendo y toda su figura de santo iconoclasta se nos fuera de las manos. Dicen que hace unas semanas Guido andaba perdido en Europa y bien por él, aunque si rememoro ese poema me quedo con el Bolaño de Guido o el Guido de Bolaño. Cada uno tiene su colección personal de fragmentos bolañescos; mi amigo Fernando Correa tiene uno del que extraigo los libros que aún no he leído. “Este tipo produjo algo que aun no podemos medir, un influencia secreta”, me dijo mientras nos encaminábamos hacia el bar San Bernardo a reunirnos con otro bolañista salvaje, Diego Jausky, con quien repasamos varias veces el cuento de el Ojo Silva, ese personaje medio débil, medio azotado por la miseria y el exilio, si estas dos en un momento no son lo mismo o la primera el comienzo de la segunda o ambas el producto del abandono de toda comodidad. Algo así como escribir, sentarse a escribir. Tuve un amigo como el Ojo Silva que también partió a la India y por lo que me contaba mi amiga Javiera en un correo había estado hospitalizado por un problema bascular según ella producto de vivir tanto tiempo en la calle y haber vagado desde Turquía atravesando el desierto, “aprender el indi, roer pañuelos de seda y esas cosas”. Me permito la cita porque por ahí existe una novelita que nunca escribí sobre él o un cuento o un poema largo, tal vez por la simple idea de que ese amigo en algún momento deseó ser un personaje de El gaucho insufrible o una especie de García Moreno, un poco más viejo y entrecano; la última vez que nos vimos me hablaba de un viaje que hizo al Amazonas y donde vivió con una tribu por algunos meses. A esta altura no sabría decir si es verdad o no, una aplicación de un principio bolañesco a la vida, parte de una biblioteca portátil que cada uno repasa en las horas más oscuras y en estado de indefensión, como quien se baja de una bicicleta y saca sus maseteros para regarlos al sol.
