
Es cosa de ver la famosa fotografía de Camus con las solapas abiertas, su cabello engomado hacia atrás, sosteniendo un cigarrillo con fondo blanco y negro. Todo eso dice mucho de este hombre, rebelde por naturaleza, al cual podemos imaginar –sin demasiada dificultad- arreglándose frente al espejo, saliendo pronto hacia la calle para recoger el correo, observando a las mujeres pasear por la plaza sus nuevos vestidos, hasta encallar en un bar donde con los parroquianos compartiría una copa de vino, discutiendo sobre el futbol o el boxeo, hasta que por fin –como el más noble de los narradores norteamericanos- lanzaría una gema sobre el mesón, una frase de oro que iluminaría la oscuridad de las copas. Esto ocurriría en Oran o Argel, esas ciudades del norte de África que, como anotó en Las bodas y Verano, eran el espacio donde se ejercía a cabalidad el tedio moderno.
Mi primer encuentro con él fue en una librería al sur de Chile, pleno verano, en una edición de El extranjero tan precaria que en una segunda lectura me di el gusto de corregir sus erratas. Novela breve y formidable, como pocas ha graficado la naturaleza humana y sus extremos. Su protagonista y narrador rompe con los límites a los que la mentalidad de la griega clásica solía sostenerse, justificando por medio de la razón un acto criminal que no puede sino ser una metáfora del siglo convulso al que Camus se dedicó a juzgar en cada una de sus obras.
La relectura de este texto no puede sino ser una revelación. La vigilia de Camus produce una imagen transparente y genuina acerca de la posición del artista y también del hombre común para con su tiempo. La solución, como bien argumenta, no es odiar la realidad trágica de una época que ha negado todo lo natural que hay en la humanidad, sino traer de vuelta la única virtud que trasciende al ser en plena muerte de Dios: la amistad. ¡Qué grandes palabras y que más ciertas en medio de la desconfianza e incerteza. Camus es el fundador de una forma de vivir y estar en el mundo.
Activar el sentido de la amistad sería, por tanto, la vía más clara de resistencia y no lo podía decir sino alguien que abandonó su juventud en la última gran guerra, campo de concentración del mito y la utopía. Su prosa ha dado fe de ser una experiencia del compromiso con el otro, cosa que bien demostró en su discurso de recepción del Premio Nobel –quizás el más certero de todos los que han sido presentados ante la Academia sueca.
Hoy hacen falta Albert Camus que no solo luchen contra la agonía de la virilidad del pensamiento, sino contra la desesperanza: no dar por pedida ninguna batalla. El hombre rebelde, título de sus magníficos ensayos sobre los temas del crimen, la angustia y el suicidio, es aquel que atenta las edificaciones racionales de la angustia, la burocracia y la sin razón de la razón. En un momento tan explosivo como el nuestro, ante la caída de todas las formas de representación popular, la valoración del individuo y el poder de su interferencia en el campo de lo real no puede ser sino una verdad tan absoluta como la existencia de poderes invisibles que abrasan y ahogan con sus mecanismos toda forma de independencia e intervención.